Interrupción

Roma Interrotta, 1978

La ciudad es un lugar artificial de la historia en el que cualquier época (cualquier sociedad capaz de diversificarse de su precedente) intenta, mediante la representación de sí misma, lo imposible: simbolizar aquel momento determinado, más allá de las necesidades y de los motivos contingentes por los que los edificios fueron construidos.

AYMONINO, Carlo ~ El significado de las ciudades

Piero Sartogo                                    Costantino Dardi                                   Antoine Grumbach

James Stirling                                     Paolo Portoghesi                                    Romaldo Giurgola

Robert Venturi                                        Colin Rowe                                              Michael Graves

Léon Krier                                                Aldo Rossi                                                         Rob Krier

fueron invitados a participar en 1978, en el marco del ciclo «Incontri internazionali d’arte», en la muestra Roma Interrotta. La premisa, que cada uno de estos arquitectos presentara no una propuesta urbanística, sino una serie de ejercicios de imaginación en paralelo a la Memoria, en palabras de Giulio Carlo Argan. La base era igual para todos: el renombrado plano de Roma elaborado por Gianbattista Nolli en 1748, y a cada uno de ellos le fue asignado un sector del mismo para que sobre él desarrollara una hipótesis tan interesante como desconcertante, la de ver qué otros derroteros podría haber seguido Roma desde entonces. El propio enunciado de la propuesta llevaba implícito un axioma, de extendida aceptación incluso hoy: el de que todo lo realizado desde 1748 hasta 1978 en la ciudad, todos esos palazzi de color crema, los barrios burgueses sin espacios públicos propiamente dichos, los quartieri obreros construidos con malos materiales y peores métodos, los pocos y mediocres ejercicios de arquitectura monumental, todo eso valía menos que nada. No merecía la pena detenerse en ello, había llegado a un punto de decadencia tal que no tenía (tiene) cura. Sólo trabajando desde el pasado, en una dimensión que, escapando al alcance de lo real, podía infiltrarse en él y cambiarlo renovándolo con el ejemplo de lo antiguo, tenía sentido plantearse este tipo de ejercicio.

Lo sorprendente es que no era la primera vez que se proponía una aproximación de esta índole sobre la ciudad de Roma. Con la diferencia de que en aquella ocasión, más de doscientos años antes, quien la había llevado a cabo era un solo hombre: Giovanni Battista Piranesi.

Gestada entre 1757 y 1761, la Ichnographia Campus Martius, obra cumbre de una época, mil veces referenciada por los más diversos motivos y autores, supone la extinción de una línea de pensamiento que hacía del retrotraerse a la arquitectura de la antigüedad clásica su signo vital y que en el XVIII, tres siglos después de su puesta en boga, llegaba a su final natural. La Ichnographia, que aparentemente constituía un ejercicio de restitución arqueológica del Campo de Marte en su época de esplendor, en realidad iba mucho más allá. La arqueología no era tanto la razón última como el punto de partida, una excusa para desarrollar un programa mucho más profundo (no queremos decir, como otros tal el propio Manfredo Tafuri han parecido confundir, que Piranesi obviara la realidad arqueológica o mostrara a este respecto poco rigor, y que toda la Ichnographia fuera más bien una ensoñación arquitectónica; baste comprobar que la inmensa mayoría de las estructuras están donde se esperaría que estuviesen, y queda claro que Piranesi se guió para ubicarlas tanto por las fuentes documentales como por los exiguos restos visibles en su tiempo).

Lo interesante de la Ichnographia es que lo que se plantea como la restitución de una cierta edad de oro se convierte en el ejercicio de proyectar un pasado que nunca existió en un presente que aspira a repetirlo. Al verse obligado a llenar las lagunas de información sobre lo que pudo constituir el estrato real del Campo de Marte, Piranesi desarrolla todo un repertorio visual a partir del vocabulario clásico que lo lleva de facto a su extenuación. En efecto, la mera visión de la Ichnographia satura al espectador, lo abruma, lo pone de frente a una grandeza y una monumentalidad frente a la que no puede permanecer indiferente; pero lo paradójico es que en dicha visión la misma idea de monumento deja de tener sentido. El exceso de significado produce la ausencia de significado. Ni siquiera el espacio entre los edificios es vacío propiamente (otro punto en que disentir con Tafuri, para el que la Ichnographia era una imagen muda), ya que las indicaciones, los nombres, fluyen llenando de contenido cada intersticio del grabado.

Con un referente tan poderoso, los arquitectos de Roma Interrotta no podían no posicionarse en relación con la propuesta. Unos, como Giurgiola, simplemente presentaron una Roma perfectamente alternativa a la actual; otros en cambio prefirieron volcar directamente los temas sobre los que estaban interesados en ese momento, como queda claro en los casos de Venturi y Rossi, que bien podrían haber salido de páginas de sus libros y que por ello parecen perder de vista el referente último de la cuestión. Por otra parte, la propuesta de James Stirling es interesante en tanto en cuanto se organiza como un museo virtual de proyectos irrealizados, en un nuevo contexto y con la validez otorgada por el reescribir la historia: una pequeña venganza contra las circunstancias que hicieron imposible su ejecución, ya que al entrar en la historia de Roma adquirieron probablemente más realidad que si efectivamente se hubieran llevado a cabo.

La invitación a Roma Interrotta llevaba consigo una trampa: al igual que el clasicismo renacentista puede decirse que murió con la Ichnographia de Piranesi, aquel llamado contextualismo bajo el que se agrupaba a la mayoría de los arquitectos invitados encontró entonces la ocasión de sacar a la superficie las contradicciones iternas —o, como parece más apropiado decir dada la naturaleza del encargo, interrupciones— que lo condujeron inevitablemente a su fin.

Ambiente

El ambiente […] es concebido como una escena, y en tanto que escena requiere ser conservado expresamente por sus funciones; se trata de una necesaria permanencia de funciones que salvan sólo con su presencia la forma e inmovilizan la vida y entristecen como todas las falsedades turísticas de un mundo desaparecido.

ROSSI, Aldo ~ La arquitectura de la ciudad

La noción de ambiente urbano, enunciada por el italiano Gustavo Giovannoni, surge en cierto modo como reacción frente a la idea, extendida gracias a las teorías de Viollet-le-Duc, del monumento como objeto acabado o acabable en sí mismo, independientemente de su contorno y por tanto especialmente susceptible de ser aislado de todo elemento supletorio o yuxtapuesto distinto a la idea predominante. Arquitectos como Giovannoni rechazaron estas premisas al comprobar la facilidad con que derivaban en el derribo de construcciones vinculadas a monumentos por el simple hecho de no contribuir a la realización del espíritu original de la obra. Lo que él y otros advirtieron con su ausencia fue precisamente el valor de dichas construcciones, a priori torpemente anexas o parasitarias, para conformar una atmósfera más cercana; su función tanto de articulación visual como de bisagra entre la escala monumental y la de la plaza o la calle.

De este modo, el ambiente surge como un escalón superior, que no superador, al monumento en la teoría de la restauración; ya no se trata de que el valor arquitectónico con derecho a ser protegido se encuentre en las grandes obras de la humanidad pretérita, sino también en aquellos conjuntos de construcciones que, sin ser de un valor técnico o simbólico excepcionales tomados por separado, sí que conforman un collage de indudable valor histórico, etnológico y cultural. El talón de aquiles de la noción de ambiente se manifiesta en la facilidad con que puede obviarse el aspecto espacial de la cuestión y pasar a entenderse que sólo el elemento visual es capital para la identificación de un ambiente. Porque si el valor de éste se encuentra en su imagen, ¿qué importancia tiene lo que no se ve? En un renovado furor por el esse est percipi, las ciudades corrieron a salvar sus ambientes y guardarlos con celo frente a las nuevas construcciones con el burdo mecanismo de mantener fachadas a todo coste y vaciar los interiores como si fueran bolsillos. El resultado es una ciudad falsificada, o si se quiere tan auténtica como Villar del Río engalanada para la llegada de Mr. Marshall.

El ambiente urbano así malentendido puede ser un enemigo terrible para la arquitectura de la ciudad, ya que, arraigado en la conciencia política y urbanística, actúa como una fuerza que petrifica la ciudad frente al desarrollo, congelándola en el tiempo, lo que por otra parte es un ejercicio de supina soberbia ya que presupone que este momento, este ambiente preciso, es más digno de ser conservado que todos los que ha devorado con anterioridad. Por ello es especialmente necesario, si se quiere tener una aproximación más sincera a una idea de ambiente, tener una conciencia diacrónica de este fenómeno, una concepción del ambiente como devenir de ambientes, como superposición y yuxtaposición de todos los individuos y culturas que los han conformado.

Frente a esta cultura del fachadismo y del ambiente oficial, como si la imagen de una ciudad pudiera ordenarse por decreto, arquitectos como Aldo Rossi reaccionaron atacando furibundamente al concepto de ambiente y sumiéndolo en el descrédito, relegado al tipo de cosas más propias de los viajes turísticos. En concreto, Rossi destaca que la noción de ambiente aparece extraordinariamente vinculada a lo ilusorio, y por tanto lo que de ella resulta no es más que la construcción de escenas. Destruido el ambiente como elemento de valor patrimonial, Rossi se dispone a buscar uno nuevo, mucho más sólido y trascendente, desligado de toda consideración simplista visual. Para Rossi este valor es la tipología. La riqueza de una cultura, sus costumbres, en fin su espíritu, cristalizarían en un tipo como adecuación perfecta a un clima y a un locus determinados. Ésta sería la conquista de una civilización, la construcción de tipos arquitectónicos propios, por tanto su valor a preservar. El tipo es un concepto mucho más versátil que el de ambiente, ya que admite modificaciones sustanciales de forma o función sin perder sus cualidades patrimoniales.

No obstante la clarividencia de esta argumentación, el ambiente bien entendido no debe ser enviado a dormir el sueño de los justos. Kevin Lynch ya llamó la atención sobre la gran importancia que tiene el modo en que el habitante percibe la ciudad, bien desplazándose por ella, bien concentrándose en puntos fijos, para entender la forma en que la vive; y Robert Venturi insistió sobre el valor que la fachada adquiere como portadora de símbolos arquitectónicos ricos en significado. Quizá de lo que se trate es de que nuestra cultura cree sus propios ambientes, de forma natural y sin complejos de inferioridad con el pasado.