Rastros

No hay progreso, no hay revolución de las épocas en las vicisitudes del saber, sino, a lo sumo, permanente y sublime recapitulación.

ECO, Umberto ~ El nombre de la rosa, 1980

En determinadas circunstancias, las inercias de que venimos tratando se transforman en los rastros que persiguen la sociedad, la cultura o la historia. A su vez, los rastros tienden a formalizarse como líneas, y las líneas determinan orientaciones.

Las primeras orientaciones que definen a la humanidad son, naturalmente, las celestes. El sol se resiste, año tras año, a variar el modo en que abre y cierra el día; las estrellas permiten al explorador avezado el viaje seguro a puerto. Este y oeste, mediodía y septentrión, son implacables a todos los designios humanos, incluidos los de la Iglesia. Así, cuando en los siglos XVII–XVIII se extiende la moda de las meridianas solares como forma de medir el paso del tiempo y de las constelaciones, las líneas que estas imponen entran en claro conflicto con la arquitectura de los templos. Las medidas que deben tomar maestros como Luigi Vanvitelli en Santa Maria degli Angeli, en Roma, muestran la violencia inherente a cualquier conflicto entre orientaciones.

En Ámsterdam, la Oude Kerk es la única estructura del casco histórico que no está alineada según el trazado de los canales. En un ejercicio con reminiscencias de aquella planta de Ronchamp de Le Corbusier sobre los restos de la vieja iglesia precedente, el artista Krijn de Koning insertó en 2010 una «parcela» obediente, que siguiera la misma dirección de las demás, sobre la cual dispuso un evocador campo de juegos.

Uno de los preceptos principales de la religión islámica es la orientación del rezo hacia La Meca. Como se constata en las salas de oración que proliferan en El Cairo, esta simple pero férrea condición es capaz de generar espacios y soluciones de compromiso con gran interés arquitectónico, auténticas lecciones intemporales.

Probablemente el ejemplo más extremo a que ha dado lugar esta práctica, y uno de los más conocidos, sea el de la Mezquita Kutubía de Marrakech. La primera Kutubía fue construida por la nueva dinastía almohade entre 1147 y 1157 con alguna desviación respecto a la dirección correcta del rezo. Hacia el final de su construcción, sin embargo, se tomó la drástica decisión de «corregir» la inclinación, en realidad empeorándola en 5º. Que fuera un error, en definitiva, era lo de menos. El cambio de orientación era una demostración de pureza y renovación; la nueva mezquita se hizo exactamente igual en todo a la precedente —mismas arcadas, patio y naves—, y en ese sentido fue profética encarnación de lo que le ocurriría a los almohades, quienes habrían de correr la misma suerte que sus predecesores en la región.

Todo cambio de orientación es, pues, un cambio ideológico. Consiste en imponer una forma de pensar el mundo que se cree intrínsecamente distinta a la anterior y, dado que ninguna cultura hasta el momento se ha considerado inferior en lo moral a las que le han precedido, también intrínsecamente mejor.

Podemos acabar este breve recorrido con dos historias que rescatar del Renacimiento italiano. La primera trata sobre el peculiar y desastrado encuentro entre dos edificios del mismo arquitecto, Sansovino, en Venecia: el Palazzo della Zecca y la Biblioteca Marciana.

La causa principal de que estas dos construcciones se traben con tan buen acuerdo como Tyson y Holyfield es que nunca se pensaron para estar unidas. Así lo muestra un dibujo de la escuela de Lodovico Pozzoserrato, en el que se contemplan las últimas edificaciones medievales que aún marcaban la salida a la laguna de la archiconocida Piazza San Marco. Vincenzo Scamozzi, el arquitecto que tuvo la fortuna de heredar la clientela del mismo Sansovino y de Palladio, nada menos, concluyó ambos edificios prolongando las líneas de la Biblioteca independientemente de su concepción original de 7–3–7 módulos, que aún puede leerse en la planta.

Aún más interesante resulta saber que Scamozzi también prolongó la Biblioteca hacia el lado contrario, esta vez para construir las Procuratie Nuove de la plaza. Aquí, en cambio, hizo gala de una gran sutileza al «corregir» a su maestro, reduciendo levemente el friso que aquel había dispuesto. La comparativa entre estas dos formas de coser una intervención urbana puede decirnos tanto sobre las variaciones en el sentir de una época como la lectura de la abundante tratadística que las acompañó.

En 1504, el gobierno de Florencia encargó a los maestros Leonardo y Miguel Ángel la decoración del Salón de los Quinientos, pieza principal del Palazzo Vecchio. A cada uno se le reservó una de las paredes para que escenificara una victoria militar florentina, pero ninguna de las dos obras se concluyó. La de Miguel Ángel, que había pasado al servicio del papa en Roma, fue troceada por su rival Bartolomeo Bandinelli en 1512 con el regreso de los Médicis al poder.

Leonardo, por su parte, abandonó la suya en 1505–6; si bien se hallaba muy avanzada, consideraba que había fracasado la técnica que estaba empleando como sustituta del temple. Durante varias décadas se hicieron copias de ella, como el grabado de Lorenzo Zacchia de 1553 en el que debió basarse este dibujo de Rubens. Pero finalmente, en la década de 1560, Giorgio Vasari fue encargado por la Signoria para ampliar y redecorar la misma sala, creando las nuevas representaciones de las glorias florentinas que aún pueden contemplarse en la actualidad. Aquí habría acabado la historia de este famoso cuadro perdido, si no fuera por algo que ocurrió en fecha bastante reciente.

Desde los años 70 del siglo XX, un equipo de investigadores lleva tratando de demostrar que el cuadro original de Leonardo sigue oculto tras el mural. Para ellos, la inscripción cerca trova («[quien] busca, encuentra») visible en uno de los estandartes no sería sino una pista que Vasari, siempre respetuoso con la obra de los grandes maestros, habría dejado para nosotros —búscala, está ahí—. En 2000–3, Maurizio Seracini, el especialista que continúa el proyecto a día de hoy, pudo demostrar que hay una cámara de aire de 1 a 3 cm entre la pintura y la pared posterior. En 2012 pudieron tomarse muestras de este paramento que concuerdan con la composición de los pigmentos que se empleaban a comienzos del siglo XVI. En ese momento, las autoridades paralizaron las catas temiendo dañar lo existente. Volvía a suscitarse la enésima reformulación de la eterna pregunta del restauro: ¿qué tiene más valor?

A día de hoy, lo único que nos queda es ser tan tenaces como Seracini; ya se trate de leyenda o hallazgo, arquitectura o investigación, lo que está claro es que chi cerca, trova.

Esta entrada resume la tercera y última parte de una presentación realizada en la ETSA de Sevilla el 13 de diciembre de 2019 en el marco de la asignatura «Arquitectura y Patrimonio», por invitación del profesor Ricardo Alario López.

Reversiones

Piazza Navona en verano 1865

Cum subit illius tristissima noctis imago,
qua mihi supremum tempus in Urbe fuit,
cum repeto noctem, qua tot mihi cara reliqui,
labitur ex oculis nunc quoque gutta meis…

Iamque quiescebant voces hominumque canumque,
Lunaque nocturnos alta regebat equos.
Hanc ego suspiciens et ab hac Capitolia cernens,
quae nostro frustra iuncta fuere Lari…

OVIDIO, Publio ~ Tristezas I, Libro 3

El Stradone del Campo Vaccino (nombre con que era conocido el Foro Romano, simplemente «Campo de las Vacas»), paseo donde durante cuatro siglos crecieron los olmos, fue mandado trazar en 1536 por el papa Paulo III con idea de impresionar al emperador Carlos V en su visita a Roma. Es uno de los primeros casos en que tenemos noticia de que se buscara recuperar la imagen de la ciudad en la antigüedad, ya que como parte de esa maniobra de demostración de poder se derribaron numerosas casas y torres medievales construidas sobre los restos de templos y basílicas, especialmente liberando el pórtico del Templo de Antonino y Faustina sobre el que se ubica la Iglesia de San Lorenzo en Miranda.

Campo Vaccino

Otra de las actuaciones urbanísticas llevadas a cabo con motivo de esta visita fue el encargo a Miguel Ángel del diseño de la Plaza del Campidoglio con su nueva rampa de acceso (ya que antes al Palazzo Senatorio, que hacía las veces de ayuntamiento, se entraba por un pequeño portal desde el Campo Vaccino); sin embargo, casi nada se había avanzado de esta obra a la llegada del emperador, y la rampa no la concluyó Della Porta hasta cuarenta años después. También a la Iglesia y Convento del Ara Coeli se había podido llegar sólo desde la zona del abandonado Foro hasta que Cola di Rienzo mandara construir la empinada escalera de acceso en 1348, como conmemoración del final de la epidemia de la Peste Negra, con los escalones del podio de un Templo de Serapis en el Quirinal. Estas actuaciones sobre la charnela del Monte Capitolino son las que marcaron definitivamente ese desplazamiento de la centralidad urbana del Foro al Campo de Marte, de la Roma antigua o su reminiscencia a la medieval.

Ara Coeli

El mercado de ganado siguió celebrándose en el Foro hasta 1803, y el Stradone no fue excavado para llevar a cabo prospecciones arqueológicas hasta 1882. Entre las circunstancias que habían llevado al espectacular soterramiento del Foro se encontraban, aparte del acúmulo de materiales de los antiguos edificios, la obstrucción de la Cloaca Máxima desde el s. XI, que había causado que las lluvias y barro procedentes de las colinas circundantes se concentraran en esta zona de depresión. Roma se había convertido con el transcurrir de los siglos en una ciudad demasiado grande para sus propias necesidades, una ciudad cuyas murallas separaban campo de campo. Comenzaron a proliferar situaciones urbanas de gran interés: parasitismo, fortalezas-ciudades dentro de la ciudad, ciudad-agro, exciudad.

Porta San Sebastiano c 1927

Curiosamente frente a todos los ejemplos de desplazamiento que podríamos haber seguido enumerado, hay toda otra línea de fuerza, anunciada por casos como el de las Termas de Diocleciano, que tensa la historia en sentido opuesto: la que nos habla de la absoluta permanencia de la forma y la materia a lo largo de los siglos. Por ejemplo, la cávea del teatro de Pompeyo, a cuya entrada fue asesinado Julio César, es todavía evidente en la curvatura de los edificios que en él se apoyan; en la costumbre secular de inundar la Plaza Navona en verano perduraba la memoria de que en otro tiempo había sido un Circo en el que recrear batallas navales.

Terme di Diocleziano a  Terme di Diocleziano

A veces encontramos historias de una permanencia anclada al lugar, pero discontinua en el tiempo; por ejemplo, cuando Peruzzi, Rafael o El Sodoma decoraron las estancias de la Villa Farnesina en el siglo XVI, lo hicieron con motivos eróticos, ya que aunque todavía no se conocían los frescos de Pompeya, se tenían noticias documentales de que los patricios romanos, cuya vida se pretendía recrear, adornaban sus casas de esta guisa. Precisamente, cuando cuatrocientos años más tarde se realizaron las obras de canalización del Tíber para evitar inundaciones y hubo que excavar en los terrenos de la villa, aparecieron varias estancias de una domus adornadas con los motivos que los artistas del Renacimiento habían siempre querido imitar sin conocer, y que estaban a sólo unas decenas de metros de su alcance.

Farnesina, Cubiculum B

Otras veces lo que permite la permanencia es precisamente un decisivo cambio de uso. El único motivo por el que muchos edificios romanos escaparon a la destrucción y podemos admirarlos hoy en día es que se convirtieron en iglesias. Si ello no hubiera ocurrido, no tendríamos Panteón, ni Foro Boario, ni Termas de Diocleciano. Esta debía ser entonces la solución que tendría en mente Carlo Fontana cuando a finales del siglo XVII planteaba la medida desesperada de erigir una iglesia dentro de un Coliseo en inminente descomposición, y que finalmente quedó en la más sencilla decisión de colocar en él unas cuantas cruces en recuerdo a los mártires cristianos.

El hecho de que tantas estructuras romanas hubieran sido reaprovechadas y se encontraran ocultas bajo otras construcciones o veladas por diferentes usos llevó a que durante el siglo XIX, en medio del clima positivista, se desarrollaran las bases de una interpretación lineal de la historia según la cual existía un estado original punto de partida al que se podía volver si se eliminaban los efectos indeseados del paso del tiempo.

Santa Maria in Cosmedin pre 1899

De este modo, la línea que siguieron la mayoría de intervenciones de restauración en Roma entre finales del XIX y principios del XX fue la de revertir muchas edificaciones a estados supuestamente más originales; en la práctica esto se materializó en el desollamiento de iglesias, especialmente barrocas para sacar a la luz su cariz medieval (p. ej. Santa Maria in Cosmedin, que paradójicamente nunca había tenido esa apariencia original que habían buscado darle sus restauradores y podemos apreciar hoy), y de prácticamente todo edificio adyacente a una ruina romana de entidad (p. ej. la Cámara de Comercio sobre el Templo de Adriano en Plaza di Pietra, eliminando el proyecto barroco integrador de Carlo Fontana, o la Iglesia de San Adriano sobre la antigua Curia Julia, ignorando más de un milenio de historia cristiana del monumento).

Santa Maria in Cosmedin hoy

[Antes por lo general la postura de los restauradores italianos había sido la de conservar, no reconstruir, los monumentos; una de las primeras intervenciones modernas en este sentido había sido la de Giuseppe Valadier sobre el Arco de Tito en 1822, quien usó travertino para diferenciar las partes añadidas de las originales en mármol.]

Hay algo muy peligroso en todo esto, y no es sólo esa visión winckelmanniana de la historia que ha caído por su propio peso, sino el hecho de confundir la permanencia urbana con la permanencia política o sociocultural. Mussolini pensó que igual que se había apropiado de la iconografía y las formas del Imperio Romano, podía también recrear sus triunfos en pleno siglo XX, y para ello mandó trazar con la delicadeza que caracteriza a los regímenes totalitarios (esto es, llevándose por delante el Barrio Alejandrino y la Colina Velia) la Vía del Imperio. Esta operación no se planteó ni para excavar el área arqueológica de los Foros Imperiales (eso llegó cuatro décadas más tarde), ni como solución urbana drástica para una zona degradada, sino más bien para que el Duce tuviera un marco imponente desde su ventana en el Palacio Venecia durante los desfiles militares.

Via dell'Impero desfile 1932

La relación del régimen fascista con la arquitectura moderna esconde siempre muchos episodios de interés. Por ejemplo, la casa que Luccichenti y Monaco construyeron en la periferia romana para la familia de la amante de Mussolini, Clara Petacci, constituye un ejemplo muy valioso de arquitectura doméstica de los años treinta que no sobrevivió más de cuarenta años a sus inevitables connotaciones.

Luccichenti y Monaco Villa Petacci 1938_9 dem 1975 a

Otro proyecto de indudable valor, esta vez de impulso oficial, fue la Casa Experimental del Balilla construida en el Foro Itálico por el ya mencionado Luigi Moretti, quien se había convertido en uno de los principales arquitectos del régimen teniendo a sus espaldas el espléndido edificio de la Casa de la Juventud Fascista. Esta estructura, construida para hospedar a los componentes de las academias de esgrima, natación y música en el complejo olímpico mussoliniano del norte de Roma, avanzaba nociones de versatilidad espacial y funcional que sólo cuando las obras de Moretti han sido revisitadas desde un punto de vista teórico y no solamente político, han podido apreciarse en su justa medida.

Moretti casa del Balilla sperimentale 1934_6 hoy

Pero sin duda el concurso convocado por el gobierno en 1933 para la sede del Partido Nacional Fascista (en el gran solar resultante de la apertura de la mencionada Vía del Imperio) fue el gran acontecimiento que iba a decidir los derroteros de la arquitecura italiana, o así lo entendieron las grandes firmas del momento: Libera, BBPR, Figini y Pollini, Luigi Moretti, Ridolfi, La Padula, Lingeri y Terragni presentaron sus propuestas. Poco antes en el mismo año Michelucci había ganado el concurso para la construcción de la Estación de ferrocarriles de Florencia en la que era la primera gran victoria de la arquitectura moderna en el país; en esta ocasión se trataba del edificio más representativo del régimen en todo el centro neurálgico de la ciudad imperial.

En algunos de los proyectos más representativos se encontraban todavía reminiscencias del expresionismo alemán o ecos del estio Liberty, el modernismo italiano, como ocurre con el del equipo de Ridolfi, La Padula, Rossi y Cafiero. En él la curva es el gesto que intenta resolver al mismo tiempo el acceso y ganar el suficiente espacio para aparecer de forma decisiva en la Vía del Imperio, mientras se ancla en el ejemplo de los inmediatos Mercado de Trajano, Basílica de Majencio con su ábside curvo, y el propio Coliseo. La curva como solución formal moderna es una herramienta que Ridolfi ya estaba explorando en su coetáneo edificio de Correos en Plaza Bolonia y es imposible obviar el parecido entre la propuesta de su equipo y el proyecto que Alvar Aalto llevaría a cabo en el MIT unos diez años después, en circunstancias muy diferentes.

Mario Ridolfi, Ernesto La Padula, Ettore Rossi, Vittorio Cafiero, Littorio 1934 b

También Adalberto Libera se hallaba construyendo en aquel entonces otro edificio de Correos que trabajaba sobre la forma curva, y también sobre el mismo tema desarrolló su propuesta para el concurso de la Vía del Imperio, en un gesto de abrazo al espacio público que ya nos es familiar y que resulta prácticamente idéntico al de Ridolfi. No obstante, tras la guerra la arquitectura de Libera perdería esa aspiración monumental y estática y se enriquecería al incorporar los valores del urbanismo tradicional romano en el repertorio formal de la modernidad. Es importante entender que, como el Ángel de la Historia de Walter Benjamin, a lo largo de su desarrollo la arquitectura moderna en Italia ha tenido siempre el rostro vuelto hacia el pasado mientras un huracán la empujaba irrefrenablemente hacia el futuro.

Libera Tuscolano 1950_4

La última gran propuesta para la Vía del Imperio sería la del equipo multidisciplinar dirigido por Pietro Lingeri y Giuseppe Terragni. En realidad, Terragni presentó hasta cuatro propuestas. Para el primer concurso el equipo elaboró dos diferentes, las nombradas A y B, de muy diverso posicionamiento respecto al problema. Mientras la primera se centraba en construir un escenario, un fondo monumental para las proclamas del Duce cuya fachada se proyectaba literalmente como concha acústica para amplificar su voz, la segunda abandonaba la unitariedad y voluntad escenográfica de la inmensa mayoría de propuestas para centrar el problema en un juego arquitectónico de organización de volúmenes. Este proyecto fue desarrollado cuando el solar del concurso se trasladó a un lugar más alejado del centro y menos polémico a finales de los años 30, pero finalmente fue también desechado, como el coetáneo para el Palacio de Congresos en la prevista Exposición Universal de Roma, que ya anunciaba situaciones que Le Corbusier exploraría en Estrasburgo más de veinte años después. La que ha pasado a la historia, sin embargo, es una tercera propuesta, esta vez con un programa representacional inédito, apodada Danteum por los autores.

Terragni Lingeri Danteum c 1936

El Danteum es un proyecto único en el corpus de la primera modernidad al distanciarse de la pura abstracción poniendo los mecanismos de la nueva arquitectura al servicio de una alegoría. La forma de trasvasar la historia de la Divina Comedia, no obstante, elude cualquier concesión al figurativismo o a la mera traslación. Es cierto que la ascensión literaria de Dante sigue siendo aquí ascensión física en sentido helicoidal, pero se concede únicamente a los elementos arquitectónicos más puros (la sombra y la luz, el muro y la columna) la capacidad de comunicar los pasajes del libro, cuyos saltos (Bosque, Infierno, Purgatorio y Paraíso) se reflejan en las discontinuidades espaciales (muros que se deslizan, aberturas cenitales) que funcionan explícitamente como índices de la sala consecutiva.

El abandono definitivo de los proyectos para la Vía del Imperio y el desvanecimiento de los sueños de grandeza fascistas con el estallido de la Segunda Guerra Mundial vinieron a dejar huérfanas otras grandes iniciativas como la antedicha Exposición Universal de Roma, que estaba programada para el año 1942 y en la que la generación de arquitectos que hemos ido desgranando dio un giro importantísimo y definitorio para la arquitectura de posguerra, caracterizada siempre por ese desapego de las promesas incumplidas.

Libera Arco Imperial EUR 1940_3

Roma, que antes anunciaba al mundo una nueva arquitectura anticipando incluso la experiencia norteamericana, acabó en fin por construir malas copias de ésta para rellenar el vacío dejado por la desgarradora contienda. Y sin embargo la fuerza de aquellos años volvió a brillar en algún que otro ejemplo aislado en un mar de mediocridad, demostrando la fragilidad de una ciudad que apenas atisba el futuro cuando se da la vuelta y ve que sigue estando en medio del campo, la misma campiña romana en la que Goethe quiso ser retratado durante su Viaje a Italia.

Ganado frente al Palazzetto de Nervi

En su última noche en Roma en 1788, Goethe visitaba el Coliseo en la única compañía de las estrellas, y en un pasaje estremecedor nos confesaba que la experiencia lo había llenado de una inquietud y un vacío interno tales, que había tenido que volverse inmediatamente a casa. Con el alma encogida por abandonar la ciudad en la que había sido tan feliz, Goethe cerraba su libro con la cita de Ovidio que abre esta entrada, en la que el poeta narrara su destierro forzoso de la misma ciudad mil ochocientos años antes:

[Cuando se me aparece la tristísima visión de aquella noche
que fue para mí mis últimos momentos en Roma,
cuando de nuevo revivo la noche en que tuve que dejar tantas cosas para mí queridas,
todavía ahora de mis ojos resbalan las lágrimas…

Ya iban callándose las voces humanas y los ladridos de los perros,
y la luna, alta, conducía sus nocturnos caballos.
Yo, levantando hacia ella la mirada, y viendo a su luz el Capitolio
que inútilmente estuvo cercano a mi casa…]

Este texto conforma, junto con su primera y segunda parte, la conferencia Roma. Fragmentos, Desplazamientos, Reversiones, impartida en la asignatura Intervención en el Patrimonio de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla el 23 de marzo de 2015.

Borrar (I)

Prisionero o esclavo despertándose. Miguel Ángel Buonarrotti

Cada palabra es una mancha innecesaria en el silencio y la nada.

BECKETT, Samuel

Uno se siente cómodo cuando se enfrenta al teclado de un ordenador. En parte se entiende que se deba al inexorable carácter parsimonioso del canal escrito pero puede que exista otra razón más cruel e igualmente plausible: uno se siente cómodo cuando se sienta a escribir precisamente por lo reversible del proceso. Es fantástico poder borrar y reordenar, recortar y pegar. Fantástico en su acepción más literal:  borrar, y por ende escribir, son actos irreales, meros inventos.

Borrar es sin duda una creación paradigmática de la mente humana, como la libertad o la justicia, una construcción mental que hemos asimilado necesariamente para poder explicar nuestra existencia. Poder descoser, destejer como Penélope, en busca de precisión y de certezas. Es una herramienta inventada para poder retroceder en el tiempo. Retroceder para cambiar el pasado, un sueño. El sueño.

Cuando nos enfrentamos al teclado de un ordenador, lo hacemos desde la intuición que nada es definitivo en este universo inventado. El camino entre los pensamientos y los sentimientos se allana, haciendo más apacible las idas y venidas entre estos, a cambio de una condición maldita: los textos jamás podrán ser acabados perpetuamente. Cada texto será un borrador imperecedero esperando impaciente ser modificado. En esta nueva realidad sólo tendrán cabida puntos seguidos y puntos y a parte: los textos serán atemporales porque nunca tendrán fin.

Fantasear invirtiendo el sentido habitual del proceso de formación de un texto puede ser la única vía de escape contra esta maldición ineludible. Esta hipótesis, como si de un calcetín se tratara, plantea imaginar qué hallaríamos en este anverso escondido de la realidad en el que la génesis de nuevas ideas obedecería exclusivamente a las leyes de la eliminación. Cada frase sería consecuencia de sucesivos actos de borrado. Una dimensión basada exclusivamente en la lógica de la sustracción, donde los textos procederían de amalgamas ininteligibles formados por compendios azarosos de letras, espacios y signos de puntuación. El quid sería entonces acertar en hacer desaparecer aquello que sobrara para que paulatinamente el conjunto fuera adquiriendo coherencia. Nada tendría sentido hasta el final, momento en el que –como los escultores renacentistas- se remataría la obra, dándole ese necesario “hálito” mediante un último –o primer- golpe de gracia, animándola.