Recintos

Hasta cierto punto, la arquitectura sobrevive a cualquier contenido programático. Nos parece fascinante el hecho de que, a lo largo del tiempo, lo que sobrevive sean precisamente los perímetros y los umbrales. El resto cambia sin cesar. Por tanto, la arquitectura no existe ni como objeto ni como contenido de un objeto. No resuelve ni lo que hay dentro ni lo que hay fuera. Tal vez la arquitectura sea tan solo la línea de en medio.

GEERS, Kersten ~ Conversación con Enrique Walker, 2012

En 2012, Kersten Geers desarrollaba en un artículo varios de los aspectos teóricos que han sobrevolado el trabajo de OFFICE KGDVS desde sus comienzos. Uno de ellos, que podría dar pie a una profusa investigación académica, es la asunción contemporánea de una total indiferencia hacia el contenido de los edificios. «Hoy en día muchos edificios no requieren una planta sofisticada para ser viables socialmente o interesantes económicamente. No son más que un vestido pragmático para un contenido no muy definido. […] ¿Cuáles son los principios que definen una arquitectura sin contenido?»

La consecuencia, o la premisa de este posicionamiento, es que la única arquitectura posible es la arquitectura del perímetro. Ante un contenido ausente, cambiante o irrelevante, sólo la forma —la envolvente, el umbral— demuestra su resiliencia. «El perímetro es precisamente donde se hacen presentes las intenciones: una delgada línea donde las intenciones se hacen arquitectura».

Los ejemplos de esta lógica operativa vienen de antiguo. Se podría decir que en la primera arquitectura del Islam es donde más claramente se ha traducido este principio: su teología toma la forma física de muros que dividen a un grupo de fieles del resto, lo que constituye la única condición de partida para la práctica religiosa. Y es que cuando se define un recinto, un perímetro, una cantidad finita de espacio, se le está dotando de una gran carga cultural. Se ata el acontecimiento de la fundación, la voluntad de delimitar, a su signo construido. Se crea un dentro y un fuera, en una lógica de inclusión y exclusión.

Como cuenta Michel Serres en El contrato natural hablando del trabajo de los harpedonaptas en el mundo antiguo, la partición del territorio es el primer acto del derecho. La misma cuerda que nos adscribe a un terreno es la que nos define como ciudadanos y nos hace parte de una cultura; es el lazo que inicia a la abstracción, al mundo, y a la sociedad.

En un paradigma moderno de favorecer y reproducir la movilidad y los flujos de personas y capitales, una lógica tal parecería a priori fuera de lugar. Y sin embargo, con esa disolución de todo límite físico también se ha disuelto el papel de los ciudadanos como sujetos políticos de la ciudad. La dinámica en la que estamos inmersos nos impide posicionarnos y establecer lazos con nuestro entorno físico y su representación colectiva, que es el espacio público.

Desde los orígenes del castellano, plaza tiene una doble significación. De un lado se define como ausencia: es el lugar donde no hay casas. Pero igualmente, y con mayor importancia aún, es el lugar donde se venden abastos. Precisamente porque es la única parte de la ciudad que no está ocupada, es la que puede recibir los usos distintos del residencial. Esta dualidad entre el vacío como ausencia y el vacío como potencia es la que define la complejidad del espacio público.

Porque cuando esa dualidad es interiorizada por la sociedad, lo que en nuestra cultura parece que ocurrió hacia mediados del siglo XVI, la manera en que se comienza a generar y a actuar en el espacio público deja de ser, por así decirlo, natural o inocente. Y, obviamente, se convierte en una herramienta para la expresión de poder.

Las intervenciones en el espacio público siempre se han justificado con la autoridad moral que les confería mejorar las prestaciones de la ciudad para el conjunto de sus habitantes. A pesar de ello, según Habermas, ya desde Hegel se diagnostica el conflicto entre el interés común y general con que se reviste el propietario privado en la esfera pública burguesa, y su interés meramente particular. El hecho es que en todos los casos reaparece, oculto tras la vitola del bien común, un interés de clase. Es necesario pues releer estos perímetros arquitectónicos en dicha clave, analizando aspectos como la estructura de la propiedad, de la autoridad municipal y de las políticas urbanas de cada momento y realización concreta.

Si bien el núcleo del acercamiento morfológico a la ciudad podrían ser esas líneas marcadas por la Tendenza italiana, por un lado, y el contextualismo de Rowe y la costa este americana, por otro, ese testigo parecen haberlo recogido hoy estudios como Dogma, OFFICE o la publicación San Rocco, entre otros, que asumen que, si bien la ciudad no acaba en la forma, por así decirlo, ésta es siempre precondición de los procesos urbanos.

En sus propuestas quedan claras las posibilidades de una idea de ciudad como recinto o remanso opuesto a los procesos de urbanización. Es importante notar que esta dicotomía ha estado presente desde el mismo momento en que Cerdá enunciase la Teoría general de la urbanización a mediados del siglo XIX, puesto que ya entonces se definió la plaza, el lugar de encuentro público por excelencia con un genérico «espacio un poco holgado que no forma realmente una parte de la red viaria». Con su existencia autónoma, la plaza puede ser rescatada de la ciudad en tránsito con el refrendo de su propia permanencia en el tiempo.

En este sentido, las mezquitas de colonización árabes no son muy diferentes de la Valladolid imaginada por Felipe II tras el incendio de 1561; ambos casos nos devuelven al momento de la intención, de la conciencia de generar un límite que defina un dentro y un fuera.

Es curioso el hecho de que a inicios del siglo siguiente este tipo reaparezca en la Monarquía francesa, pero como espacio de aparato y residencia noble en el que se simboliza la sociedad y el Estado. En España, por el contrario, la necesidad de utilizar las plazas como cosos taurinos, al menos hasta finales del siglo XVIII, obliga a que no estén ocupadas por ningún elemento central fijo. Por este motivo conservan una cualidad mucho más genérica y abstracta, que las hace interesantes a ojos contemporáneos; no pueden representar otra cosa que a sí mismas, y el pueblo congregado en ellas. Esta es la causa de que se desarrolle toda una disciplina de la decoración provisional y la estructura efímera que no desaparecerá hasta el siglo XIX.

En el momento presente, el problema reside en la intersección del espacio público con la política y la sociología. Desde el primero de estos campos, Cornelius Castoriadis ha hablado del cuerpo de ciudadanos, en sus análisis sobre la Antigua Grecia, como la sustancia viva que llena el espacio público; y en ese sentido, la plaza pública como un espacio impuesto al urbanismo por la práctica de la comunidad. Es decir, no dirigido de arriba abajo como en la mayoría de casos que hemos ido observando, sino de abajo arriba, «imponiéndose» al urbanismo.

No obstante, tanto Castoriadis como Richard Sennett, esta vez desde el campo de la sociología, detectan en la sociedad actual una «delicuescencia» del espacio público: una desidia o más bien incapacidad en el ciudadano para asir la ciudad y «permitirle ser responsable» de su vida pública, que se identifica con ella. El antídoto para este proceso sería principalmente la educación. Este es el aspecto que debe interesar a la investigación, por cuanto determinados espacios, conformados con la participación y responsabilidad ciudadana, podrían servir para educar a la sociedad.

Esta entrada resume algunos planteamientos de la Tesis doctoral Una arquitectura del perímetro, actualmente en redacción en el marco del Programa de Doctorado de la ETSA de Sevilla.

Omphalos

Si la existencia en todos sus momentos es toda ella misma, la ciudad de Zoe es el lugar de la existencia indivisible. ¿Pero por qué, entonces, la ciudad? ¿Qué línea separa el dentro del fuera?

CALVINO, Italo ~ Las ciudades invisibles

La ciudad empieza a construirse desde el vacío, desde los poros y esponjamientos que, a modo de intersticios, se derraman entre las masas. La relación entre la densidad y su negativo dota de identidad al espacio urbano, y son las concesiones de los límites entre estas dos fuerzas las que permiten el desarrollo y el crecimiento del organismo habitado.

Jamás una ciudad será semejante a otra, pues sus patrones siempre responden a parámetros incontrolados en donde entra en juego lo ambiental. Del mismo modo, los rasgos singulares de sus habitantes se retroalimentan de los propios escenarios en que desarrollan sus actividades. El «ser urbano» es en sí una contingencia de fuerzas en tensión, que ceden o se imponen en mayor medida dependiendo de las circunstancias.

La ciudad invisible de Zoe alberga la belleza de lo indeterminado, es una urbe construida, pero por construir, sin jerarquías, en la que cualquier espacio aún puede responder a cualquier uso. Se trata de una suerte de matriz, de soporte desprovisto de carácter.

La especialización de la que carece la imaginaria Zoe de Calvino, en donde todo es y no es al mismo tiempo, se da en la ciudad existente a través del espacio público, por la magnitud y tipos de relaciones que se entablan entre las distintas aperturas y oquedades. El gran medidor del temperamento de la ciudad es la plaza, el gran escenario concebido como lugar de encuentro colectivo en torno al cual se agrupan edificios representativos y actividades de todo tipo. Este elemento nuclear, el omphalós, es el centro germinal de la urbe, el medio de expresión de su naturaleza y de sus modos de ser.

Resulta especialmente interesante el estudio de la relación entre los llenos y vacíos de las grandes plazas medievales centroeuropeas que establece el arquitecto decimonónico vienés Camillo Sitte en su libro Construcción de ciudades según principios artísticos. En ellas, la disposición de la catedral como elemento central, a veces exento (Núremberg, Brunswick) y otras embebido entre edificaciones (Palermo, Rávena, Siena), se establece como origen de coordenadas de un sistema variable en función de la zona geográfica y la importancia de la ciudad, potenciado por el desorden y la espontaneidad de la planificación urbana. De este modo, en torno al centro de poder eclesiástico, sumado a otros edificios principales como el Ayuntamiento, los palacios y otras iglesias, se conforman espacios vacíos concatenados que se acomodan entre los bordes fragmentados de las construcciones generando una notable riqueza y variedad formal y espacial.

Hablar de tipologías de plazas es como referirse a los tipos de ciudades. Aunque se pueden agrupar según criterios generales, resulta arduo agrupar los atributos de un elemento tan diverso como impredecible. En este sentido, el arquitecto luxemburgués Rob Krier, hermano de Léon, establece un desglose taxonómico de la plaza atendiendo a su condición formal, que profundiza en cinco parámetros distintivos: ángulos, segmentos, adiciones, superposiciones y distorsiones; todos ellos englobados bajo la dualidad geométrica de su carácter regular o irregular. El resultado es un catálogo variado de modelos de tipo rectangular, circular o mixto que enfatiza en la manera de conectarse con las vías circundantes, o lo que es lo mismo, en su grado de permeabilidad, entendiendo la plaza como lugar de intersección. Su libro El espacio urbano no sólo se limita al análisis en planta, sino que, además, incluye alzados, secciones y axonometrías que ahondan en la idea espacial de estos escenarios abiertos de la ciudad.

Desde una concepción más contemporánea, el urbanista austriaco Christopher Alexander se refiere al espacio exterior positivo como aquel que no es meramente el residuo sobrante de la disposición de los edificios, sino que se configura como espacio en sí mismo. De esta forma, al establecer el negativo de los llenos y los vacíos, podrían llegar a entenderse los espacios exteriores como construidos. Esta condición reversible de lo denso y lo liviano se deduce como el equilibrio y la desjerarquización entre ambas fuerzas. Asimismo, el espacio exterior positivo se encuentra lo suficientemente acotado como para ser reconocible virtualmente como escenario único, desde todos sus puntos, sin que ello repercuta en su permeabilidad y en su condición de lugar de paso.

La plaza es el rostro de la metrópoli, ejemplifica su funcionamiento, evidencia sus tejidos, es sirviente y a la vez servida. Es capaz de funcionar como elemento autónomo, pero precisa de las actividades que generan los edificios que la delimitan, y es producto de la incesante huella del hombre a lo largo del tiempo. Las superposiciones, los estratos, los espacios que fueron o hubieron de ser, como un relato de las luces y sombras de la ciudad del sí y la ciudad del no de Yevgueni Yevtuchenko:

Sólo que, a veces, en verdad es aburrido
que todo se me dé, apenas sin esfuerzo,
en esta ciudad multicolor y deslumbrante.
Mejor ir y venir hasta el fin de mi vida
entre la ciudad del sí y la ciudad del no.