Perspectiva

Para los chinos, la construcción de la perspectiva y sus consiguientes deformaciones aparecía como falsa y desprovista de arte. Percibían las áreas en sombra como parches negros que desfiguraban la armonía compositiva. Según Sir John Barrow, el Emperador habría pedido a Castiglione, pintor europeo con gran éxito en la corte, que trabajara a la manera china, observando que las imperfecciones del ojo humano no ofrecían justificación para que los objetos de la naturaleza debieran ser también copiados de manera imperfecta. Esta idea del Emperador concuerda con una observación hecha por uno de sus ministros, quien, llegándose a ver el retrato de Su Británica Majestad, dijo «que era una gran lástima el estar emborronado por la suciedad de su cara», apuntando, al mismo tiempo, a la amplia sombra de la nariz.

SCOLARI, Massimo ~ La perspectiva jesuita en China

Uno de los textos fundacionales para el análisis de los métodos de representación en arquitectura es el clásico Perspectiva como forma simbólica, publicado por el historiador del arte Erwin Panofsky en 1927 a partir de una conferencia dada tres años antes en el círculo de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek. En él, Panofsky debate las razones históricas para la aparición del dibujo en perspectiva durante el Renacimiento y cuestiona si su preponderancia como modelo, que llega hasta nuestros días, no nos ha hecho sobrevalorarla como forma «natural» de representar la percepción espacial.

La clave es que Panofsky, que en este círculo compartía programa filosófico con otros como Aby Warburg y Ernst Cassirer, considera que todo período histórico posee su propio paradigma de espacialidad a priori, inseparable del medio simbólico de cada cultura. Por ejemplo, asocia la antigüedad a un concepto anisotrópico del espacio, que conllevaría un acercamiento pictórico a la realidad; mientras que para el Renacimiento este sería más bien de tipo matemático, pues la perspectiva presupone un espacio homogéneo y unificado, ya que cualquier punto puede ser foco visual. Así pues, existiría una relación simétrica entre las formas históricas de Anschauung (la concepción visual del espacio) y sus modos de representación. La cuestión sería entonces no sólo si alguna cultura en particular había desarrollado la perspectiva, «sino también qué tipo de perspectiva».

Al expandir el horizonte de la historia del arte para incluir la de las culturas, Panofsky trataba de desmarcarse del formalismo de una mera historia de los estilos, algo que a su juicio había sido el marco predominante durante el siglo anterior, representado por los trabajos de Winckelmann, Wölfflin o Riegl. Para él, en cambio, el estilo constituye el nivel iconográfico de una obra, susceptible de desarrollo en un análisis formal; pero existiría un nivel trascendente, el iconológico, que presupone que el significado reside fuera de la obra de arte, con lo que esta se convierte en el síntoma de un determinado período o cultura. Por este motivo muchas de las obras del pasado no nos hablan a nosotros; no podemos entenderlas tal como se plantearon, pues la conexión simbólica que les daba sentido hace mucho que se ha roto.

La idea de que existen apriorismos culturales en la percepción del espacio conlleva la posibilidad del aprendizaje, de un adiestramiento visual. Esta noción caló hondamente en la enseñanza contemporánea de la Bauhaus, donde el Cuestionario de Kandinski sería su ejemplo más depurado y recordado.

En su clase, Vasili Kandinski pedía a los alumnos que colorearan tres figuras geométricas —triángulo, círculo y cuadrado— con los tres colores primarios —amarillo, rojo y azul—. Huelga decir que en nombre del buen diseño sólo había una correlación correcta, la que discernía a los buenos alumnos de los mediocres. A tanto llegó la fama de este examen que en 2013 se llevó a cabo un experimento científico para demostrar que no había evidencia psicológica para la asociación de los colores a las figuras.

Otro de los límites conceptuales del modelo de desarrollo histórico propuesto por Panofsky es su anclaje a una filosofía de la historia hegeliana, por la que la aparición de cada cultura visual —y modo de representación asociado— supone un progreso respecto a la anterior; así, la misma Anschauung que permitió el desarrollo de la perspectiva está en la base de la invención del método científico, etc. Pero la propia realidad histórica parece siempre contradecir un desarrollo lineal. Por ejemplo, el dibujo en perspectiva ya era conocido por los romanos; en las decoraciones de las villas de Pompeya tenemos buenos ejemplos de ello. Además, el descubrimiento de unos modelos no parece que haga abandonar definitivamente los otros. La noción de tamaño angular de Euclides, en la base de la perspectiva oblicua que dominó durante toda la Edad Media, no quedó suplantada por la perspectiva lineal del Renacimiento, sino que ambos sistemas coexistieron hasta bien entrado el siglo XVII, y de hecho acabaron especializándose por parcelas de conocimiento (pensemos, por ejemplo, en el dibujo de fortalezas, que requirió el desarrollo de la perspectiva militar, basada en el primero de ellos).

Si entendemos la historia como sucesión de modelos espaciales, en cualquier caso, adquieren especial interés esos momentos de charnela, en los que se aprecian tanto las tempranas dudas en la adopción como las resistencias a una aplicación indiscriminada de los nuevos preceptos. El espacio del renacimiento era un espacio sistemático, homogéneo y funcional; había perdido su propia objetividad para ser descubierto como una trama de líneas isótropas e ideales. Esta sistematización garantizaba que una misma construcción visual fuese posible desde cualquier punto del espacio. Sin embargo, deteniéndose en la Trinidad de Masaccio, una de las primeras obras maestras de la concepción espacial renacentista, Emmanuel Alloa analiza la figura de Dios en el cuadro como «zona de resistencia» a la construcción en perspectiva, pues no se ajusta a la posición que estrictamente le correspondería (la vemos frontalmente, algo imposible dada la altura a la que se encuentra). De esta manera, el artista remarcaba que lo divino no se ajustaba a estos nuevos principios espaciales.

El espacio medieval había sido un espacio agregativo, en el que cada objeto se representaba con su propia perspectiva oblicua, y hasta cierto punto generando y ocupando su propio espacio, que colisiona contra los que le rodean. Aunque ya en la antigüedad Euclides había definido en su Óptica la visión de los objetos como una «pirámide visual» con su vértice en el ojo humano —y este es en definitiva el fundamento geométrico de la perspectiva renacentista—, su teoría no fue totalmente aceptada por la tradición occidental hasta finales del siglo XIV. En su Historia de la antiperspectiva, Massimo Scolari recoge numerosos ejemplos de esta otra aproximación teórica y gráfica a la realidad. Así pues, según el matemático árabe Alhacén la comprensión del mundo no está determinada por los rayos visuales sino por rayos que emanan de las cosas y llevan sus cualidades [species] al ojo, y para Roger Bacon el mundo está compuesto de una infinidad de puntos radiantes; no tiene puntos privilegiados, sino sólo direcciones. Con una concepción espacial así, la perspectiva focal, lógicamente, es imposible.

Lo sorprendente es que una cultura desarrollada en la otra punta del mundo, el Imperio Chino, había llegado simultáneamente a conclusiones similares. Un texto de Plotino puede servir para definir con precisión la espacialidad subyacente en las pinturas murales de los monasterios del monte Wutai, del siglo X: todos los objetos deben representarse en primer término, a la claridad de la luz, con sus colores exactos y en todo detalle y sin sombras. El objetivo de este idealismo en el dibujo era lograr la interconexión del observador y lo observado, algo que no era posible con el «ojo del cuerpo» sino sólo con el «ojo interior». La profundidad conllevaba sombra u oscuridad, y por tanto vacío. El espacio entre observador y objeto quedaba anulado, y con ello el punto de vista.

Desde una visión que supere la idea de progreso histórico, todas estas espacialidades alternativas son plenamente actuales. En la arquitectura contemporánea incipiente tenemos buenos ejemplos de cómo estas técnicas siguen empleándose para trabajar al margen de la hegemonía que la perspectiva, como modelo de representación espacial, ha ejercido durante los últimos seiscientos años.

Esta entrada resume algunos de los planteamientos desarrollados en el curso Mapping the City + Drawing Architecture impartido durante el semestre Spring 2019 en el Texas Tech University College of Architecture.

Complejidad

[En la filosofía universitaria] con frecuencia también se aplica una artimaña cuya invención se puede remitir a los señores Fichte y Schelling. Me refiero a la artimaña pícara de escribir de una manera oscura, esto es, incomprensible, en lo cual la verdadera sutileza estriba en disponer de tal modo su galimatías que el lector crea que es culpa suya si no lo entiende; mientras que el autor sabe muy bien que es por culpa suya, pues no tiene nada que comunicar. […] Alentados por estos ejemplos, casi todo escritorzuelo miserable ha intentado desde entonces escribir con afectada oscuridad, para que parezca como si no hubiese palabras que pudiesen expresar sus elevados o profundos pensamientos.

SCHOPENHAUER, Arthur ~ Parerga y Paralipómena

Decir que la arquitectura es una de las disciplinas más intrincadas y difíciles de ejercer con brillantez es algo que creemos que no descubre nada nuevo; no obstante, nunca está de más ponerlo de manifiesto, sobre todo para aquellos legos en la materia que puedan dejarse llevar por la fatuidad de las arquitecturas que más salen a la palestra en los medios públicos, los variopintos personajes y la parafernalia que las rodean, amén de lo abstruso o gratuito de muchos de los discursos teóricos que las acompañan. Basta pensar en la casa unifamiliar más sencilla: debe poder sostenerse por sí sola, salvaguardar al propietario de la intemperie dándole el máximo confort posible, irrenunciables cualidades estéticas, proveerle de agua corriente, luz, gas, acceso adecuado a la red eléctrica, evacuación de aguas, ventilación y luz natural suficientes, y un largo etcétera; cuestiones todas que el arquitecto ha de tener en cuenta para su concepción y su elaboración hasta el último nivel de detalle. Si además subimos en la escala de trabajo, desarrollando la propuesta de un edificio, obra, intervención, etc. más complejos, se trata de una tarea que excede con mucho las capacidades de una sola persona.

De este modo, tendría todo el sentido asumir que la complejidad es una de las características inherentes a la profesión: complejidad de manejar los tiempos, los espacios, las formas, los materiales, los usos, para alcanzar un todo coherente y que establezca una conexión consciente con las circunstancias de su época y su contexto. La respuesta de los arquitectos frente a esta realidad del proceso arquitectónico, sin embargo, ha oscilado por lo general entre dos términos relativamente opuestos.

Hay épocas en que la tendencia es a operar sobre la base de un sistema al que se otorga el valor de una cierta estabilidad: así, el arquitecto dispone de unas herramientas que se dan por correctas para proporcionar la solución global de cada proyecto, mientras los problemas más localizados, una vez resuelto el esquema general de actuación, pueden ser enfocados de manera más sencilla. El Renacimiento es claramente uno de estos períodos: la asunción de los órdenes clásicos como solución universal de la relación entre arquitectura y usuario crea un marco de actuación en el que, si uno hace un uso adecuado de estas normas cuya validez se tiene fuera de toda duda —debido al principio de autoridad que emana de su utilización en las civilizaciones clásicas—, alcanza a conformar una pieza que satisface directamente lo que la sociedad espera de ellas.

Aunque pueda parecer contradictorio, la obra de los maestros de la arquitectura moderna —Mies Van der Rohe, Le Corbusier, Walter Gropius…— presenta una solución al problema de la complejidad en la línea del artista total renacentista (un hecho puesto de relieve entre otros por Eisenman al evidenciar el clasicismo implícito en la arquitectura de la modernidad): dotando a sus proyectos de una solución holística, generan un sistema que, digámoslo así, hace parecer fácil aquello que es inabarcablemente difícil. El problema de la complejidad se da por descontado: el trabajo encomiable del arquitecto es entonces el de impregnar con una idea global el caos de procesos, imputs proyectuales, sistemas y elementos que se superponen y entran en contradicción entre ellos en toda obra arquitectónica. Esta idea orgánica, sencilla sólo en apariencia, consigue laminar las diferencias antes mencionadas creando así una experiencia asumible para el usuario, que de otro modo se vería abrumado por la vorágine de la vida moderna.

Es sobre este punto que la teoría posmoderna ha basado gran parte de la crítica a su predecesora: a fuerza de enmascarar la complejidad bajo un sistema ajeno a la naturaleza de los procesos de la realidad, aquélla ha podido producir sólo monotonía, tedio, repetición, hastío. Paradójicamente, a causa del inmenso esfuerzo invertido en hacer de lo real algo racional y funcional, lo que ha acabado consiguiéndose es hacer de ello lo común, lo esperado. La arquitectura moderna ha banalizado la complejidad. En palabras de Robert Venturi: menos no es más, menos es aburrido [less is a bore]. ¿Cuál es, entonces, la alternativa? Antes hemos dicho que la historia de la arquitectura, como podría aducirse en todas las artes, oscila entre dos momentos: el primero, cuyo hilo hemos ido siguiendo, viene guiado por una voluntad de oponerse a la complejidad, de buscar la salvación en un modelo cuya validez viene asumida desde fuera, bien otorgada por el pasado (Renacimiento) o por una lógica racionalista-funcionalista (Modernidad).

La alternativa a omitir la complejidad es asumir la complejidad. Aceptar el hecho de que la arquitectura se compone de incontables aspectos entrelazados y contradictorios, y no sólo eso, sino ponerlo de manifiesto: no escoger una única solución correcta, sino proponer dos o más posibles y hacer ver sus conflictos. No blanco o negro: blanco y negro, y a veces gris. Según la visión posmoderna, sólo así puede reflejarse fielmente lo que de otro modo queda sobreseído en favor de una malentendida claridad.

A lo largo de la historia, entonces, este tipo de mentalidad ha surgido siempre que la anterior ha llegado a un punto de agotamiento (y viceversa); cuando la belleza del orden clásico se convirtió en repetitiva, cuando la arquitectura de Bramante se convirtió en lo que se esperaba, fondo en lugar de frente, surgió, imbuida del espíritu de la Contrarreforma —que exigía una nueva arquitectura capaz de entusiasmar y epatar a las masas, única forma de hacerlas volver al redil católico—, la riqueza de la experiencia barroca, la voluptuosidad de las formas, la exuberancia como necesidad. (Aunque el péndulo volvió a oscilar y esta época fue considerada por la posterior puridad neoclásica como una de injustificables excesos).

Entonces, si la arquitectura posmoderna entronca con esta tradición barroca —la cual acepta y a veces incluso referencia, simula o copia conscientemente— y ese espíritu de complejización inherente a ciertas etapas de la historia, ¿por qué ha sido y sigue siendo tan denostada? Las respuestas son múltiples, pero seguramente una de las de más peso es que asumir la complejidad y explicitarla gratuitamente son cosas muy distintas. El posmodernismo ha confundido en muchas ocasiones contradicción con contraposición, yuxtaposición con acoplamiento y simultaneidad con caos. El modo de dar visos de realidad a lo que con buen criterio se defendía en el plano teórico ha variado, sin solución de continuidad, desde lo kitsch hasta la simple falsificación de lo tradicional, cuando no a la abstracción más deprimente. Donde puede contarse con un sustrato teórico amplísimo y una diversidad de temas desarrollados poco comparable en la historia de la arquitectura, puede igualmente decirse que su producción material es, cuanto menos, decepcionante. Quizá la causa sea que, como las casas experimentales de Eisenman o las poesías dibujadas de John Hejduk parecen querernos decir, el plano en el que la posmodernidad se mueve a gusto no es ciertamente uno tridimensional, sino aquel que asume como innegociable la presencia del tiempo.

Monumento

The True City, Léon Krier

Soldados, desde lo alto de esas Pirámides, cuarenta siglos os contemplan.

NAPOLEÓN Bonaparte

En la ciudad, el monumento tiene desde antiguo la función de recordar valores, personas o acciones lo suficientemente significativas como para merecer conformar una memoria permanente y tangible. Estos signos de la voluntad colectiva son expresados arquitectónicamente ocupando o generando lugares de especial representatividad; pero este elemento tan extendido en la cultura clásica no siempre ha tenido el valor patrimonial que hoy le adjudicamos. La conciencia de la diferencia, aparecida por primera vez en el Renacimiento al plantearse los arquitectos cómo afrontar la convivencia del nuevo (viejo) orden arquitectónico con los elementos del pasado al margen del canon —en la práctica, todo el medievo— es el elemento clave cuya presencia plantea una ruptura en el continuum evolutivo de la ciudad.

No obstante, la idea renacentista de monumento no ha adquirido aún la forma moderna que hoy nos resulta familiar; a muchos podrá sorprender que en la misma época en que Alberti, Bramante, Rafael, Serlio y muchos otros se dedican con obstinada atención a desentrañar la arquitectura de la antigüedad, sus mentores permiten o promueven con alegría la destrucción de sus restos visibles. Esto ocurre porque lo viejo no tiene todavía un valor per se (una actitud que incluso en nuestro tiempo dista mucho de estar tan extendida como podría llegar a pensarse), ya que este es un paso que no se dará hasta la conformación de un acercamiento científico-romántico a la cuestión, ya en el s. XVIII, cuando los restos monumentales comienzan a adquirir valor como testimonio irrepetible del pasado, cuyo aprendizaje requiere necesariamente del estudio de su producción más valiosa, esto es, de sus monumentos.

El apogeo de los monumentos como elementos clave del patrimonio de una cultura se dará en el s. XIX, cuando dos grandes teóricos, Viollet-le-Duc y Ruskin, presentarán sus ideas sobre la forma adecuada de conservarlos, tan similares como opuestas. Para el francés, el monumento es un objeto perfecto, el reflejo de los ideales de una determinada época, y por tanto es responsabilidad del restaurador devolverlo a su estado original o, si nunca estuvo realmente acabado, llevarlo a su completa perfección. No tardó el mismo Viollet-le Duc en asumir la paradoja de esta visión, ya que es imposible ponerse realmente en la piel del proyectista original, además de que el restaurador se convertiría en el anti-arquitecto desde el momento en que no debe poner nada suyo en la obra que restaura. En el extremo opuesto se encuentra Ruskin, que defiende precisamente la no intervención como actitud obligada desde la perspectiva moral de evitar la falsificación; oponiendo precisamente a una falsificación otra, cual es la de mantener un monumento en un estado que ni es aquél para el que fue proyectado ni otro nuevo que sea útil a la ciudad, sino sólo una fantasmagoría de un tiempo pasado.

La idea de monumento como elemento clave del patrimonio de una ciudad continúa esta tradición entroncando con los textos de Sitte o Rossi, pero hace tiempo que comparte su lugar con conceptos más amplios como los de ambiente o tipología; aunque los monumentos demuestran su gran valor al seguir funcionando, inasequibles al desaliento, como elementos primarios dentro de la dinámica urbana. Su carácter de permanencia los convierte en puntos fijos de referencia para la ciudad presente y pasada, ejerciendo por tanto de puente entre ellas.