Colocar

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Acción espontánea

La palabra colocar viene en última instancia del latín locus, un término que ha sido empleado en estudios sobre lo urbano para significar lo que el lugar tiene de propio y distintivo. Colocarse es, por tanto, insertarse en una realidad previa que cuenta con sus propias reglas. De entre las acciones en la ciudad, es además una de las que nos es más connatural: colocar la mercancía, colocarse uno mismo, viendo y dándose a ver, entrando en un juego de relaciones con el espacio público que nos rodea. Una acción tanto más propia de climas cálidos como el nuestro, en que se convierte incluso en una necesidad. Es como si sintiéramos la compulsión de ocupar el espacio que nos es más cercano, de colocarnos en él y llevarlo a una escala más menuda, como si una suerte de horror vacui recorriera nuestras ciudades y nos obligara a llenarlas de bártulos, efigies, altarcillos y tenderetes.

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Colocarse en el espacio público, tras pasar ese primer estadio de espontaneidad, se convierte pronto en una acción muy intencionada: por ejemplo, resulta que en Piazza Borghese, en Roma, la disposición de todos los tenderetes es tal que la fachada del famoso palacio que da nombre a la plaza permanezca siempre como fondo de todas las miradas; y que el espacio que abraza la iglesia de San Lorenzo, en Florencia, queda claramente subdividido por la disposición del mercado callejero en uno de mucha menor escala, que absorbe todo el tránsito y bullicio, dejando otro mucho más diáfano en el que la iglesia puede adquirir, imperturbada, todo el protagonismo.

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Acción mínima

Lo más valioso, a mi juicio, de este tipo de procesos es el momento en el que empiezan a complejizarse, cuando lo colocado interacciona con el lugar despertando nuevos usos y posibilidades que necesitaban sólo de una chispa para arrancar. No es tan importante entonces el propio objeto colocado sino más bien lo que éste pone de manifiesto o genera a su alrededor. Así, puede suceder que la presencia de una higuera en pleno centro de Roma cree las condiciones propicias para que gente de toda la ciudad despierte su pasión por el ajedrez. El árbol ofrece toda una variedad de matices que posibilitan el adecuado desarrollo de la partida: regula la luz y la sombra, cobija en verano y deja que los rayos del sol calienten en invierno, cuando todas las hojas han caído. Pero sobre todo otorga al lugar una identidad, un carácter propio y reconocible: en Roma, todo el mundo sabe que el Piazza del Fico es donde se juega al ajedrez. Algo parecido debió tener en mente Aldo van Eyck cuando condujo su programa de parques infantiles en Amsterdam tras la Gran Guerra: los niños estaban ahí, los vacíos estaban ahí y sólo hacía falta colocar los elementos necesarios para posibilitar el juego.

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Quiero recalcar esta idea de acción mínima que el colocar conlleva porque, a diferencia de otras formas de actuación u ordenación que pretenden controlar cada aspecto del espacio público, en este caso se trata de confiar en la capacidad de un gesto para alterar la realidad sin intervenirla, casi por ósmosis. En uno de los más famosos ejemplos de la historia, Martín Lutero al colocar sus 95 Tesis en la puerta de una iglesia en Wittenberg no estaba cambiando ni la plaza ni la Iglesia, pero estaba despertando la conciencia ciudadana que lo haría posible.

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Acción intencionada

Vemos entonces que la inclusión de un elemento en la ciudad suele tener detrás una clara intención: por ejemplo durante el siglo XVI se puso de moda colocar cruces en determinados lugares para evitar que se convirtieran en vertederos. Podéis imaginar lo que ocurría: al día siguiente de colocarlas, las cruces amanecían llenas de basura. Tal fue así que la Iglesia acabó prohibiendo la práctica por la mala imagen que les daba. Tendrán tendencia a perdurar, sin embargo, otras actuaciones que confíen en la potencia del gran gesto, como la ordenación de la Alameda de Hércules por el Conde de Barajas, que en 1574 colocó estas dos famosas columnas traídas desde la calle Mármoles y plantó varias hileras de álamos, drenando lo que hasta entonces había sido una laguna pestilente para convertirla en el lugar de recreo por excelencia de la ciudad.

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Cuando en 1744 el papa Benedicto XIV coloca una gran cruz en el centro del Coliseo y poco tiempo después lo declara consagrado a los mártires cristianos, es plenamente consciente del poder de este simple gesto para alterar el uso de aquel espacio. En unos pocos años, un edificio que iba camino del derrumbe o de los proyectos de reutilización más variopintos, se convierte en lugar de peregrinación y monumento nacional.

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Acción pública

Las posibilidades que ofrece el simple hecho de colocar un objeto en un espacio público no han pasado entonces desapercibidas para artistas o arquitectos. En un ejemplo que nos es bastante cercano, Santiago Cirugeda proponía la satisfacción de unas necesidades desatendidas por la administración mediante la colocación de elementos de presencia tan cotidiana como son los contenedores, sólo que aprovechando toda una gama de posibilidades que hasta entonces habían permanecido latentes.

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Siguiendo unas pautas similares, en 2009 el colectivo Zoohaus junto con la artista alemana Susanne Bosch colocaron en pleno corazón de La Latina, en Madrid, lo que ellos llamaron “hucha de los deseos”. La idea, probada ya en otros países de Europa, es que los vecinos depositen en ella las monedas de curso legal anterior al euro que todavía posean, a la vez que escriben un pequeño deseo que también introducen, a cuya satisfacción supuestamente se destina lo recaudado. A juicio de los autores, la “hucha de los deseos” funciona como un índice de la implicación ciudadana porque según la cantidad de monedas que se inserten, la iluminación es más o menos intensa. Además, frente a un mobiliario urbano convencional, que es resolutivo y aclarador, la hucha sería un “mobiliario controversia”, al generar interacción social, participación pero también conflicto.

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Algo parecido experimentan también cuando en 2010, como parte de La Noche en Blanco en Madrid, convierten una simple cuba en una caja de resonancia de las voces ciudadanas: entrando en el juego uno puede oír lo que otra persona tiene que decir, sin prejuicios, sin saber quién es. A veces lo más interesante de entender una actuación urbana como un colocar, es que el objeto colocado es susceptible de ser puesto a prueba: como no se le supone carácter de permanencia, puede darse por fallido o demostrar su valía en sus segundas vidas, siendo reclamado en otros espacios donde aún pueda ser de utilidad.

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La ponencia Colocar participó en la 16ª edición de Pecha Kucha Night Sevilla, llevada a cabo en la Fundación Valentín de Madariaga como parte del curso Acciones Comunes. Miradas e intervenciones urbanas desde el arte y la arquitectura.

Actitud

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Hubo una época, y de ello no hace mucho, en que los hombres se movían dentro de esquemas deterministas; llamémosles esquemas cotidianos. Estos esquemas coloreaban su conducta y su manera de ver, tanto lo que hacían como lo que sentían. Entonces —y esto tenía que suceder tarde o temprano— algunos individuos perspicaces, con antenas sumamente delicadas -poetas, pintores, filósofos, científicos la mayoría de ellos- saltaron de estos cauces y le quitaron a la realidad esa pátina determinista que la cubría. Vieron cosas maravillosas y nos hablaron de ellas.

MORALES, José ~ La disolución de la estancia

Una de las cualidades más olvidadas y menos valoradas de la arquitectura es precisamente aquella capacidad de generar necesidades, algo que sin embargo acostumbramos a presenciar en nuestro día a día y que ha sido aprovechado nocivamente por otros campos más relacionados, si cabe, con la publicidad.

Asumiendo que la sentencia anterior es inabarcable por compleja y movediza preferimos abordar esta entrada desde la inocencia que garantiza la imprecisión de lo exclusivamente teórico. Es decir, asumir la condición antropológica y/o social del proceso creativo que supone el ejercicio de arquitectura y pensar que se trata de algo reversible, transitable en ambos sentidos.

Ya que históricamente el hecho de que las dificultades entre dos grupos cualesquiera ha estado protagonizado por la circunstancia coyuntural de que aquellos que tenían la solución eran justamente los que no tenían el problema, nos gustaría pensar que una actitud pertinente para intentar mejorar el mundo en que vivimos sería la de plantear posibles soluciones sin ni siquiera existir, aún, el problema.

Algo de esto, que tiene mucho de utopía y por tanto de caminar más que de llegar, se contaba de mano de la plataforma de trabajo en red Zoohaus en la VIII Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo celebrada en Cádiz. Ellos compartían la anécdota de que nada más acabar de construir en Palomino, Colombia, su Oficina de Deportes (podemos imaginar que en un principio el proyecto tenía otro nombre o incluso carecía de él) un grupo de chicas se acercó al encuentro del responsable del equipo infantil de fútbol para compartir su propósito de formar un equipo femenino y exigir que se les escuchara.

A pesar de que, por parte de las jugadoras, el deseo de reclamar sus derechos hubiese estado siempre latente entre ellas, este suceso en concreto no tuvo ocasión de ocurrir antes ya que hasta el momento de la construcción no había dónde buscar al entrenador. Tampoco existía un soporte físico donde sentarse a hablar y negociar o un cobijo en el que almacenar y garantizar que perdurara la documentación necesaria para poder organizar los distintos eventos; una documentación que, por otro lado y puestos a imaginar, podemos pensar que no fue creada hasta el momento en el que se tuvo la posibilidad de garantizar su existencia.

El hecho de cubrir con hoja de palma un sitio, construyó un lugar precisamente por desprenderse de este simple gesto un ardid de características, a priori, imprevisibles. Acondicionar este enclave supuso generar horarios y por tanto encuentros, una espoleta burocrática que, como apuntábamos antes, surgió sin previsión al proponer una solución a un problema intangible de antemano.

El proyecto se convierte a veces en una especie de catalizador de comportamientos, una manera de incidir en las costumbres de las personas que harán uso de él. Muchos sospechan que el fracaso del movimiento moderno radicara fundamentalmente aquí: en malinterpretar o abusar de la condición ineludible que supone poder cambiar el modo de vivir de la gente.

El tema, por peliagudo, lo dejamos escapar deliberadamente para darle alcance más adelante y por partes; no sin antes apuntar uno de las posibles puntos de tangencia que comparten la imagen, la cita y el cuerpo de texto y que toma forma a modo de sospecha: y es que puede que la arquitectura en último término sólo sirva para sugerir.