
Esta mala Planta y deformidad de las Ciudades no se remediará jamás, sino haciéndolas de nuevo; y supuesto que qualquiera de ellas naturalmente se renueva en el término de un siglo, ¿por qué tales renovaciones no habían de hacerse sobre un plan excelente, que estuviese en las casas del Cabildo y Ayuntamientos?
PONZ, Antonio ~ Viage de España, Tomo IX, Carta Sexta, 96
Hasta el siglo XIX, en nuestro país el suelo como tal había mostrado un escaso valor en las dinámicas económicas —aunque cueste pensarlo vista la situación actual—. Con un desarrollo industrial prácticamente nulo, estancamiento general de la población y ausencia de ejes de comunicación de entidad, la ocupación de terrenos se limitaba a contadas intervenciones planificadas en su mayoría por el estado. Los principales propietarios urbanos, la Iglesia y la nobleza, con su secular inacción se limitaban a arrendar las fincas, en un modelo estático que, semejante a la balsa que surca impertérrita una amplia laguna, de modo que ha dejado de ver el puerto de partida o el de arribo pero se ve obligada a bogar de tanto en tanto para no hundirse, reservaba su reducida versatilidad al mercado de subarriendos y las operaciones puntuales movidas por un perentorio interés público o particular.
Todo ello cambió, lo sabemos, con la Revolución Industrial. El establecimiento de fábricas, líneas de ferrocarril, etc. en torno o en el interior de las propias ciudades generó un campo de atracción poblacional desde los núcleos más cercanos, además de aumentar considerablemente el número de individuos y, por ende, hacer saltar por los aires las necesidades tradicionales de alojamiento. Además, creó la idea del valor posicional del suelo, revalorizando unas zonas en lugar de otras y generando diferencias de desarrollo entre ellas que acabarían por resolverse en forma de diferencias sociales. La ciudad anterior al XIX debe pensarse como una gran alfombra tejida con materiales de la más diversa procedencia: en un vistazo más o menos general quizá se advierta acá una amalgama de sedas rojas, allá ricas variedades de tartán azul, que representan los diversos oficios que apenas si se mantienen aún en áreas homogéneas reflejo de la vieja estructura económica gremial; pero al mirar la urdimbre con lupa veríamos que en casi todas partes convive la lana más basta con delicada filigrana, a un lado se han construido corrales de vecinos, contiguo se alza el palacio de un conde, por cima una humilísima casapuerta de una sola habitación. Todo el cuadro, que tiene esa pátina de antigüedad que lo hace parecer haber existido desde siempre —aunque la calidad de los materiales constructivos hace que las edificaciones se sustituyan relativamente cada poco tiempo— está rematado además con un reborde más grueso y trabajado, que es la muralla de la ciudad.
El tapiz urbano así heredado por el XIX se vio ajustado a la nueva realidad con el desarrollo de dos mecanismos de actuación: la reforma interior y el ensanche. Pues bien, en una ciudad como Sevilla no se aplicó como tal ninguno de ellos. La capital de Andalucía se adaptó tarde y mal al nuevo negociado, estableciendo a salto de mata una serie de políticas urbanas que algunos como Suárez Garmendia han tachado con justa franqueza de «mezquinas», y que se basaban poco menos que, por explicarlo de alguna manera, primero en la total ausencia y después en la omisión continua de planes coherentes de desarrollo que guiaran cada actuación particular. Idea esta, por cierto, que venía de antiguo, pues ya lo demandaban las voces de la Ilustración el siglo anterior —y aunque su idea de la ciudad medieval como de «mala planta y deformidad» era demasiado deudora de su tiempo, ha gozado quizá de excesiva popularidad a lo largo de la historia—. Así, mientras otras grandes urbes como Barcelona, Madrid, Bilbao o Valencia emprendían un esfuerzo urbanístico centralizado con mayor o menor patrocinio estatal, el concejo hispalense optaba por pasar a un segundo plano, dejando en manos privadas la iniciativa en el mercado del suelo, fuerzas por naturaleza poco dadas a entenderse entre sí para fijarse un marco de actuación común. Como consecuencia, los ejemplos de reforma interior de peso fueron más bien tardíos y se podrían contar con los dedos de la mano, mientras que, por poner un ejemplo bastante gráfico, en Sevilla hubo una calle rotulada pomposamente en sus inicios como Ensanche que hubo de ser renombrada a los cuarenta años tras haberse construido sólo las tres primeras manzanas que la formaban.
El mecanismo por el que se guiaba toda actuación de «reforma interior» en Sevilla era el siguiente: al derribar un propietario su edificio para reconstruirlo, o bien hacer corrales o casas de vecinos, lo que considerara más rentable, se dirigía al ayuntamiento para que le fijara la línea de fachada a la que debía adaptarse. El arquitecto municipal, de forma más o menos inspirada y siempre con inusitado optimismo, además de presentar su propuesta sobre cómo debía adaptarse el nuevo alzado a los criterios de «higiene urbana», tendía sobre el plano recién levantado de la calle en cuestión una hermosa línea recta que por lo común se ajustaba tan bien al sinuoso trazado tradicional como un erizo a una cama hinchable. Por tanto lo interesante de la operación de alineación era que no sólo concernía a la parcela en cuestión, sino que cada caso se consideraba como la oportunidad de solventar el problema para todos los que hubieran de presentarse a lo largo de esa misma calle, a falta de un plan general de alineación y ensanche que nunca llegaba, pese al empeño personal de varios profesionales a lo largo de los años. Después de aquello el concejo cobraba sus licencias por metro lineal de fachada, y a esperar a la siguiente iniciativa particular.
Dicho modus operandi tenía un pequeño problema, y es que el ritmo de renovación del caserío era tan lento en esta ciudad que entre el derribo de una casa y la contigua podían pasar sin ningún reparo veinte o cincuenta años, con lo que muchas de las operaciones quedaron, y quedan aún hoy, como cabeza de puente de un asalto que nunca se produjo, generando esos característicos entrantes y salientes. Por otra parte, los criterios que determinaban la alineación fluctuaban con asombrosa facilidad, no solo porque no era extraño que el propio arquitecto municipal no se aclarase y dejara varias opciones a elección de los promotores, sino porque se quedaban anticuados en cuestión de lustros: para una misma calle podía retrasarse o inclinarse la línea marcada con anterioridad, en función de las nuevas previsiones de alcance y rentabilidad de la operación. No tardaron en aparecer, por tanto, calles con edificaciones contiguas, construidas en el espacio de unos pocos años, cuyas fachadas parecían más bien producto de un choque de trenes que de un proyecto urbano. A resultas de todo ello se da la paradoja de que, gracias a su política de alineaciones, Sevilla es una de las ciudades con el casco histórico más desalineado de Europa.

El esquema adjunto recoge la taxonomía de espacios no alineados que se pueden registrar sin esfuerzo a lo largo de una vía de mediana extensión, en este caso la calle Castilla en Triana. Sin entrar en los cambios de ángulo entre fachadas a lo largo de su trazado y centrándonos sólo en las discontinuidades, vemos que por lo general varían desde unos pocos centímetros a unos generosos dos metros. Ello nos hace caer en la cuenta de que las alineaciones «a calle completa» descritas anteriormente generaban situaciones curiosas, como que una casa debiera adelantar su línea cinco centímetros en un punto y retrasarla diez en el opuesto —ejemplos extremos que consta se produjeron en más de una ocasión— simplemente por la posición que le había tocado en suerte en el plano correspondiente.
El proceso de generación de estos espacios, que hemos tratado de venir explicando, ha dado por fin una plétora de situaciones de cierto interés. Si seguimos los razonamientos precedentes el espacio no alineado es, por naturaleza, un lugar en tránsito, proyectado desde el pasado para un futuro que en la mayoría de los casos nunca se cumplirá —precisamente los planes de los centros históricos suelen proteger sus alineaciones, sea cual sea su origen, con lo que se da la paradoja de que estas discontinuidades han sido condenadas oficialmente a mantenerse por los mismos organismos que las produjeron—. Como tal parece sólo apto para manifestaciones efímeras que pervierten las concepciones arquitectónicas establecidas de fachada, crujía, fenestración, etc. recordando a numerosos ejemplos similares de ciudades condicionadas por la historia.
Efectivamente, muchos de estos espacios, en función de su antigüedad —no en vano, bastantes rondan ya el centenar de años, además de que es un tipo que entronca con el tradicional retranqueo de iglesias y edificios ilustres para liberar un atrio de acceso— y pronta asimilación en el entramado urbano (como dilataciones del espacio público a modo de pequeñas plazas, construcción de un fondo escénico para visiones longitudinales de las calles, áreas aptas para funciones comerciales o comunicativas) han entrado de lleno en la dinámica de la ciudad, siendo tan naturales sus trazados quebrados como las plazas ajardinadas o los toldos para protegerse del castigo del sol. Y no obstante, su valor permanece hasta ahora también menoscabado, quedando anulados a nivel del peatón por guardacantones, cuando no siendo utilizados por aquéllos para actos inexcusables, y por lo general tratados con esa provisionalidad que ya es centenaria en cuanto a calidad de los acabados y dignificación del espacio público. Es por ello que deben ser rescatados como proyectos en potencia, aptos para la clase de actuaciones transversales —arte urbano, acciones efímeras, divulgación, intercambio de ideas— que nuestras ciudades reclaman continuamente y para las que en muchas ocasiones no sabemos cómo articular una respuesta adecuada.