Fósiles

No hay un espacio social, sino varios espacios sociales e incluso podríamos decir que una multiplicidad ilimitada; el término «espacio social» denota un conjunto innumerable. En el curso del crecimiento y desarrollo ningún espacio llega a desaparecer: lo mundial no abole lo local.

LEFEBVRE, Henri ~ La producción del espacio, 1974

La fosilización podría definirse como la conservación de una estructura o forma característica tras desaparecer el uso para la que fue concebida. El fósil pervive determinando implacablemente la realidad, sin cargarla de contenido. Cuando predomina sobre todo otro aspecto, lo urbano se esclerotiza y el progreso natural se hace imposible.

Se trata de un proceso que forma parte de la evolución histórica de la ciudad y el territorio: no en vano, se pueden rastrear numerosos ejemplos formales en los diversos anfiteatros que hoy subsisten como plazas o circunvalaciones, los dameros regulares adaptados por los pobladores posteriores o los campamentos militares que acabaron consolidándose como villas de pleno derecho.

Esta es una lista, nada exhaustiva, de plurales fósiles en lengua castellana. Todas estas palabras fueron en algún momento entendidas como pertenecientes al número plural y, aunque la mayoría de ellas fueron regramaticalizadas como singulares, en otras persiste de algún modo su condición original, al entenderse como nombres colectivos o incontables. No hay más que preguntarse cuál es el plural de «leña» para entender de lo que se habla. Pero es que, más allá de este fenómeno concreto que sirve de ejemplo, se podría decir que el corpus de cada lengua no es sino un gigantesco fósil: repetimos los fonemas, palabras y construcciones que heredamos de generación en generación, los cuales fueron escogidos por algún motivo que en su uso corriente está completamente olvidado, aunque no por eso deja de determinarnos.

Si el lenguaje no está exento de este fenómeno, menos aún lo están la sociedad o la cultura. Los rituales no son sino fosilización social: la forma de un acto se superpone a su contenido. El único valor de sus gestos se halla en el consenso de la sociedad, que los repite independientemente de su inutilidad u obsolescencia. Así, muchas de nuestras instituciones se basan en rituales de épocas pasadas que tuvieron sentido de por sí en el momento de ser establecidos, pero perviven hoy únicamente en su continuo re-presentarse.

El principio fundamental que opera en la fosilización es el de la inercia de la forma. Sencillamente, el coste que tendría la «actualización», «corrección» u «ordenación» de lo obsoleto no compensaría en prácticamente ningún caso respecto de su simple perpetuación como estructura. Este es el motivo de que los viejos cauces fluviales puedan pervivir como campos de cultivo durante siglos, aunque el aprovechamiento del territorio no sea el óptimo.

Esta es también la causa de que la propiedad del suelo, como valor especialmente resiliente, resulte un indicador muy interesante para «leer» la historia de la ciudad de formas nada evidentes. Ello explica el fenómeno de los descubridores de ghost lanes, internautas que comparten sus hallazgos sobre pequeñas cicatrices en la ciudad, una Scarchitecture que asiste al paso de los siglos inasequible al desaliento. Al fin y al cabo, la historia de la propiedad puede entenderse casi como una historia de la resistencia.

Uno de los ejemplos más conocidos podría ser el de la casa de Edith Macefield en Seattle. En 2006, la señora Macefield rechazó un millón de dólares cuando su vivienda se convirtió en el último impedimento para que su barrio fuese adquirido con idea de construir una gran superficie comercial. La solución, compartida con las famosas casas clavo de la República Popular China, fue continuar con el proyecto igualmente: la casa se convertía así, de camino, en monumento improvisado y reclamo publicitario, un giro nada desconocido para el capitalismo.

En 1974 Old Shambles, una de las zonas históricas más emblemáticas de la ciudad de Mánchester, fue derruida casi por completo para construir el centro comercial Arndale. Solo se decidió conservar los dos pubs de la imagen, de origen medieval, bajo una nueva cimentación de hormigón armado que permitiera el paso de vehículos al nivel inferior.

Pero la cosa no acabaría ahí. En 1998–9, Old Shambles como proyecto de ciudad volvió a la primera plana tras haber quedado destruido el entorno con un atentado del IRA. Su restauración planteó un gran debate técnico y ciudadano, pues la manera de llevarla a cabo fue la de desmontar los edificios pieza a pieza para volverlos a ensamblar 300 metros más al norte, en un entorno más «apropiado», cerca de la catedral. Como con el santuario de Ise, en Japón, que se reconstruye cada 20 años, volvía a plantearse la paradoja de Teseo…

Esta entrada resume la segunda parte de una presentación realizada en la ETSA de Sevilla el 13 de diciembre de 2019 en el marco de la asignatura «Arquitectura y Patrimonio», por invitación del profesor Ricardo Alario López.

Vestigios

—Usted pareció leer en ella muchos detalles que eran absolutamente invisibles para mí.
—No invisibles sino inadvertidos, Watson. Usted no sabía dónde mirar y entonces pasó por alto todo lo que era importante. Nunca puedo hacerle comprender la importancia de las mangas, lo sugerentes que resultan las uñas de los pulgares, o las grandes consecuencias que se pueden derivar del cordón de una bota.

DOYLE, Arthur Conan ~ Un caso de identidad, 1891

Cultivar la mirada es quizá la cosa más importante y más difícil para un arquitecto. Se tenga o no una facilidad natural para ello, existe siempre el deber de descubrir, de escrutar lo hallado, tanto en nuestro ámbito como en todos los que igualmente trabajan sobre la relación entre el tiempo y la materia. Pintura, cine, antropología, historia, son tan fructíferos y necesarios para el patrimonio arquitectónico como las grandes teorías y sus mejores obras.

Tratemos entonces tirar de determinados hilos del pasado para tratar de entender cómo nos relacionamos con él. Un concepto con el que se podría empezar es el del vestigio.

El sentido principal de la palabra «vestigio» en su lengua originaria, el latín, es el de huella, literalmente la huella del pie. Vestigios son pasos, señales de algo que nos va por delante. El sentido que pervive actualmente, sin embargo, es el metafórico, ya que se utiliza casi exclusivamente para referirse al pasado.

La condición de lo vestigial es distinta de la de la ruina, porque si esta es la degradación de un estado previo, hasta el punto de impedir su uso, aquella consiste ante todo en ser un índice, un fragmento de otra cosa que ya no existe y que al mismo tiempo pervive y es reconocible precisamente en su vestigio.

En biología, una estructura vestigial es aquella que permanece en la evolución de una especie habiendo perdido su utilidad original, como ocurriría en el ser humano con el apéndice intestinal, el coxis o la piel de gallina. Este fenómeno existe incluso en el nivel molecular, pues desde que se puede estudiar el genoma se conoce la existencia de cadenas de ADN que a priori no «sirven para nada», no se traducen en estructuras físicas. Llevamos escrita en nosotros mismos, latente e inane, la existencia invisible de toda la humanidad.

«Investigar» es otra palabra íntimamente relacionada con esta; no en vano, originalmente significaba echar a los perros a rastrear las huellas —vestigios— de los animales. Curiosamente, «explorar» es también otra metáfora cinegética, pues no era sino gritar en el campo para, ahuyentando a los pájaros, poder ubicarlos y abatirlos.

Hay que lanzarse entonces a la caza de esos vestigios, de las historias escritas en ellos. Existen obras que hacen del trabajo con lo residual un aliciente. «Lo que ya existe», desprovisto de su inmediatez, se ve como el sustrato de una in-vestigación, un trabajo de continua creación que no lo excluye de sus propios resultados.

Por ejemplo: en 1982, Ennio Morricone desarrolló la banda sonora para la película La cosa, de John Carpenter. Hoy considerada una obra maestra del cine de género, en su momento fue un fracaso de taquilla; además, Carpenter renunció a la mayor parte de las piezas de Morricone, conservando solo las más ambientales, que le valieron al compositor una nominación a los Razzies. Cuando en 2015 Quentin Tarantino se propuso hacer su propia interpretación de aquella película, que se ha conocido como Los odiosos ocho, quiso contar de nuevo con el maestro. Este, en una sutil venganza, armó una banda sonora en torno a muchos de aquellos temas vestigiales, los cuales, irónicamente, le valieron el primer Óscar de su carrera, a unos tiernos 88 años.

No hay una gran diferencia entre esta anécdota y la técnica japonesa del kintsugi, la restauración de piezas cerámicas rotas empleando hebras de oro o plata, que realzan el valor de la pieza a la vez que consolidan su propia historia quebrada. Supuestamente originado a finales del siglo XV, el kintsugi entronca con una filosofía de lo imperfecto, un Elogio de la sombra que no rechaza los despojos del tiempo, sino que los convierte en una oportunidad para la belleza.

Algo así debió pensar Tom Phillips cuando en 1966 se propuso comprar una novelilla barata, de a tres peniques, y modificarla para hacer en cada página un dibujo o collage que incluyera el propio texto en el diseño. Así pues, en una librería de viejo adquirió A Human Document, una rareza de la época victoriana sin mucho pedigrí, y la transformó en A Humument. Desde entonces ha pasado cincuenta años redibujando varias ediciones del libro, conservando una narración distinta cada vez. ¿Pensaría William Hurrell Mallock, a finales del siglo XIX, que estaba escribiendo decenas de novelas al mismo tiempo, por no decir la propia vida y obra de un artista cien años después?

Esta entrada resume la primera parte de una presentación realizada en la ETSA de Sevilla el 13 de diciembre de 2019 en el marco de la asignatura «Arquitectura y Patrimonio», por invitación del profesor Ricardo Alario López.

Monumento

The True City, Léon Krier

Soldados, desde lo alto de esas Pirámides, cuarenta siglos os contemplan.

NAPOLEÓN Bonaparte

En la ciudad, el monumento tiene desde antiguo la función de recordar valores, personas o acciones lo suficientemente significativas como para merecer conformar una memoria permanente y tangible. Estos signos de la voluntad colectiva son expresados arquitectónicamente ocupando o generando lugares de especial representatividad; pero este elemento tan extendido en la cultura clásica no siempre ha tenido el valor patrimonial que hoy le adjudicamos. La conciencia de la diferencia, aparecida por primera vez en el Renacimiento al plantearse los arquitectos cómo afrontar la convivencia del nuevo (viejo) orden arquitectónico con los elementos del pasado al margen del canon —en la práctica, todo el medievo— es el elemento clave cuya presencia plantea una ruptura en el continuum evolutivo de la ciudad.

No obstante, la idea renacentista de monumento no ha adquirido aún la forma moderna que hoy nos resulta familiar; a muchos podrá sorprender que en la misma época en que Alberti, Bramante, Rafael, Serlio y muchos otros se dedican con obstinada atención a desentrañar la arquitectura de la antigüedad, sus mentores permiten o promueven con alegría la destrucción de sus restos visibles. Esto ocurre porque lo viejo no tiene todavía un valor per se (una actitud que incluso en nuestro tiempo dista mucho de estar tan extendida como podría llegar a pensarse), ya que este es un paso que no se dará hasta la conformación de un acercamiento científico-romántico a la cuestión, ya en el s. XVIII, cuando los restos monumentales comienzan a adquirir valor como testimonio irrepetible del pasado, cuyo aprendizaje requiere necesariamente del estudio de su producción más valiosa, esto es, de sus monumentos.

El apogeo de los monumentos como elementos clave del patrimonio de una cultura se dará en el s. XIX, cuando dos grandes teóricos, Viollet-le-Duc y Ruskin, presentarán sus ideas sobre la forma adecuada de conservarlos, tan similares como opuestas. Para el francés, el monumento es un objeto perfecto, el reflejo de los ideales de una determinada época, y por tanto es responsabilidad del restaurador devolverlo a su estado original o, si nunca estuvo realmente acabado, llevarlo a su completa perfección. No tardó el mismo Viollet-le Duc en asumir la paradoja de esta visión, ya que es imposible ponerse realmente en la piel del proyectista original, además de que el restaurador se convertiría en el anti-arquitecto desde el momento en que no debe poner nada suyo en la obra que restaura. En el extremo opuesto se encuentra Ruskin, que defiende precisamente la no intervención como actitud obligada desde la perspectiva moral de evitar la falsificación; oponiendo precisamente a una falsificación otra, cual es la de mantener un monumento en un estado que ni es aquél para el que fue proyectado ni otro nuevo que sea útil a la ciudad, sino sólo una fantasmagoría de un tiempo pasado.

La idea de monumento como elemento clave del patrimonio de una ciudad continúa esta tradición entroncando con los textos de Sitte o Rossi, pero hace tiempo que comparte su lugar con conceptos más amplios como los de ambiente o tipología; aunque los monumentos demuestran su gran valor al seguir funcionando, inasequibles al desaliento, como elementos primarios dentro de la dinámica urbana. Su carácter de permanencia los convierte en puntos fijos de referencia para la ciudad presente y pasada, ejerciendo por tanto de puente entre ellas.