Vestigios

—Usted pareció leer en ella muchos detalles que eran absolutamente invisibles para mí.
—No invisibles sino inadvertidos, Watson. Usted no sabía dónde mirar y entonces pasó por alto todo lo que era importante. Nunca puedo hacerle comprender la importancia de las mangas, lo sugerentes que resultan las uñas de los pulgares, o las grandes consecuencias que se pueden derivar del cordón de una bota.

DOYLE, Arthur Conan ~ Un caso de identidad, 1891

Cultivar la mirada es quizá la cosa más importante y más difícil para un arquitecto. Se tenga o no una facilidad natural para ello, existe siempre el deber de descubrir, de escrutar lo hallado, tanto en nuestro ámbito como en todos los que igualmente trabajan sobre la relación entre el tiempo y la materia. Pintura, cine, antropología, historia, son tan fructíferos y necesarios para el patrimonio arquitectónico como las grandes teorías y sus mejores obras.

Tratemos entonces tirar de determinados hilos del pasado para tratar de entender cómo nos relacionamos con él. Un concepto con el que se podría empezar es el del vestigio.

El sentido principal de la palabra «vestigio» en su lengua originaria, el latín, es el de huella, literalmente la huella del pie. Vestigios son pasos, señales de algo que nos va por delante. El sentido que pervive actualmente, sin embargo, es el metafórico, ya que se utiliza casi exclusivamente para referirse al pasado.

La condición de lo vestigial es distinta de la de la ruina, porque si esta es la degradación de un estado previo, hasta el punto de impedir su uso, aquella consiste ante todo en ser un índice, un fragmento de otra cosa que ya no existe y que al mismo tiempo pervive y es reconocible precisamente en su vestigio.

En biología, una estructura vestigial es aquella que permanece en la evolución de una especie habiendo perdido su utilidad original, como ocurriría en el ser humano con el apéndice intestinal, el coxis o la piel de gallina. Este fenómeno existe incluso en el nivel molecular, pues desde que se puede estudiar el genoma se conoce la existencia de cadenas de ADN que a priori no «sirven para nada», no se traducen en estructuras físicas. Llevamos escrita en nosotros mismos, latente e inane, la existencia invisible de toda la humanidad.

«Investigar» es otra palabra íntimamente relacionada con esta; no en vano, originalmente significaba echar a los perros a rastrear las huellas —vestigios— de los animales. Curiosamente, «explorar» es también otra metáfora cinegética, pues no era sino gritar en el campo para, ahuyentando a los pájaros, poder ubicarlos y abatirlos.

Hay que lanzarse entonces a la caza de esos vestigios, de las historias escritas en ellos. Existen obras que hacen del trabajo con lo residual un aliciente. «Lo que ya existe», desprovisto de su inmediatez, se ve como el sustrato de una in-vestigación, un trabajo de continua creación que no lo excluye de sus propios resultados.

Por ejemplo: en 1982, Ennio Morricone desarrolló la banda sonora para la película La cosa, de John Carpenter. Hoy considerada una obra maestra del cine de género, en su momento fue un fracaso de taquilla; además, Carpenter renunció a la mayor parte de las piezas de Morricone, conservando solo las más ambientales, que le valieron al compositor una nominación a los Razzies. Cuando en 2015 Quentin Tarantino se propuso hacer su propia interpretación de aquella película, que se ha conocido como Los odiosos ocho, quiso contar de nuevo con el maestro. Este, en una sutil venganza, armó una banda sonora en torno a muchos de aquellos temas vestigiales, los cuales, irónicamente, le valieron el primer Óscar de su carrera, a unos tiernos 88 años.

No hay una gran diferencia entre esta anécdota y la técnica japonesa del kintsugi, la restauración de piezas cerámicas rotas empleando hebras de oro o plata, que realzan el valor de la pieza a la vez que consolidan su propia historia quebrada. Supuestamente originado a finales del siglo XV, el kintsugi entronca con una filosofía de lo imperfecto, un Elogio de la sombra que no rechaza los despojos del tiempo, sino que los convierte en una oportunidad para la belleza.

Algo así debió pensar Tom Phillips cuando en 1966 se propuso comprar una novelilla barata, de a tres peniques, y modificarla para hacer en cada página un dibujo o collage que incluyera el propio texto en el diseño. Así pues, en una librería de viejo adquirió A Human Document, una rareza de la época victoriana sin mucho pedigrí, y la transformó en A Humument. Desde entonces ha pasado cincuenta años redibujando varias ediciones del libro, conservando una narración distinta cada vez. ¿Pensaría William Hurrell Mallock, a finales del siglo XIX, que estaba escribiendo decenas de novelas al mismo tiempo, por no decir la propia vida y obra de un artista cien años después?

Esta entrada resume la primera parte de una presentación realizada en la ETSA de Sevilla el 13 de diciembre de 2019 en el marco de la asignatura «Arquitectura y Patrimonio», por invitación del profesor Ricardo Alario López.

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