Rastros

No hay progreso, no hay revolución de las épocas en las vicisitudes del saber, sino, a lo sumo, permanente y sublime recapitulación.

ECO, Umberto ~ El nombre de la rosa, 1980

En determinadas circunstancias, las inercias de que venimos tratando se transforman en los rastros que persiguen la sociedad, la cultura o la historia. A su vez, los rastros tienden a formalizarse como líneas, y las líneas determinan orientaciones.

Las primeras orientaciones que definen a la humanidad son, naturalmente, las celestes. El sol se resiste, año tras año, a variar el modo en que abre y cierra el día; las estrellas permiten al explorador avezado el viaje seguro a puerto. Este y oeste, mediodía y septentrión, son implacables a todos los designios humanos, incluidos los de la Iglesia. Así, cuando en los siglos XVII–XVIII se extiende la moda de las meridianas solares como forma de medir el paso del tiempo y de las constelaciones, las líneas que estas imponen entran en claro conflicto con la arquitectura de los templos. Las medidas que deben tomar maestros como Luigi Vanvitelli en Santa Maria degli Angeli, en Roma, muestran la violencia inherente a cualquier conflicto entre orientaciones.

En Ámsterdam, la Oude Kerk es la única estructura del casco histórico que no está alineada según el trazado de los canales. En un ejercicio con reminiscencias de aquella planta de Ronchamp de Le Corbusier sobre los restos de la vieja iglesia precedente, el artista Krijn de Koning insertó en 2010 una «parcela» obediente, que siguiera la misma dirección de las demás, sobre la cual dispuso un evocador campo de juegos.

Uno de los preceptos principales de la religión islámica es la orientación del rezo hacia La Meca. Como se constata en las salas de oración que proliferan en El Cairo, esta simple pero férrea condición es capaz de generar espacios y soluciones de compromiso con gran interés arquitectónico, auténticas lecciones intemporales.

Probablemente el ejemplo más extremo a que ha dado lugar esta práctica, y uno de los más conocidos, sea el de la Mezquita Kutubía de Marrakech. La primera Kutubía fue construida por la nueva dinastía almohade entre 1147 y 1157 con alguna desviación respecto a la dirección correcta del rezo. Hacia el final de su construcción, sin embargo, se tomó la drástica decisión de «corregir» la inclinación, en realidad empeorándola en 5º. Que fuera un error, en definitiva, era lo de menos. El cambio de orientación era una demostración de pureza y renovación; la nueva mezquita se hizo exactamente igual en todo a la precedente —mismas arcadas, patio y naves—, y en ese sentido fue profética encarnación de lo que le ocurriría a los almohades, quienes habrían de correr la misma suerte que sus predecesores en la región.

Todo cambio de orientación es, pues, un cambio ideológico. Consiste en imponer una forma de pensar el mundo que se cree intrínsecamente distinta a la anterior y, dado que ninguna cultura hasta el momento se ha considerado inferior en lo moral a las que le han precedido, también intrínsecamente mejor.

Podemos acabar este breve recorrido con dos historias que rescatar del Renacimiento italiano. La primera trata sobre el peculiar y desastrado encuentro entre dos edificios del mismo arquitecto, Sansovino, en Venecia: el Palazzo della Zecca y la Biblioteca Marciana.

La causa principal de que estas dos construcciones se traben con tan buen acuerdo como Tyson y Holyfield es que nunca se pensaron para estar unidas. Así lo muestra un dibujo de la escuela de Lodovico Pozzoserrato, en el que se contemplan las últimas edificaciones medievales que aún marcaban la salida a la laguna de la archiconocida Piazza San Marco. Vincenzo Scamozzi, el arquitecto que tuvo la fortuna de heredar la clientela del mismo Sansovino y de Palladio, nada menos, concluyó ambos edificios prolongando las líneas de la Biblioteca independientemente de su concepción original de 7–3–7 módulos, que aún puede leerse en la planta.

Aún más interesante resulta saber que Scamozzi también prolongó la Biblioteca hacia el lado contrario, esta vez para construir las Procuratie Nuove de la plaza. Aquí, en cambio, hizo gala de una gran sutileza al «corregir» a su maestro, reduciendo levemente el friso que aquel había dispuesto. La comparativa entre estas dos formas de coser una intervención urbana puede decirnos tanto sobre las variaciones en el sentir de una época como la lectura de la abundante tratadística que las acompañó.

En 1504, el gobierno de Florencia encargó a los maestros Leonardo y Miguel Ángel la decoración del Salón de los Quinientos, pieza principal del Palazzo Vecchio. A cada uno se le reservó una de las paredes para que escenificara una victoria militar florentina, pero ninguna de las dos obras se concluyó. La de Miguel Ángel, que había pasado al servicio del papa en Roma, fue troceada por su rival Bartolomeo Bandinelli en 1512 con el regreso de los Médicis al poder.

Leonardo, por su parte, abandonó la suya en 1505–6; si bien se hallaba muy avanzada, consideraba que había fracasado la técnica que estaba empleando como sustituta del temple. Durante varias décadas se hicieron copias de ella, como el grabado de Lorenzo Zacchia de 1553 en el que debió basarse este dibujo de Rubens. Pero finalmente, en la década de 1560, Giorgio Vasari fue encargado por la Signoria para ampliar y redecorar la misma sala, creando las nuevas representaciones de las glorias florentinas que aún pueden contemplarse en la actualidad. Aquí habría acabado la historia de este famoso cuadro perdido, si no fuera por algo que ocurrió en fecha bastante reciente.

Desde los años 70 del siglo XX, un equipo de investigadores lleva tratando de demostrar que el cuadro original de Leonardo sigue oculto tras el mural. Para ellos, la inscripción cerca trova («[quien] busca, encuentra») visible en uno de los estandartes no sería sino una pista que Vasari, siempre respetuoso con la obra de los grandes maestros, habría dejado para nosotros —búscala, está ahí—. En 2000–3, Maurizio Seracini, el especialista que continúa el proyecto a día de hoy, pudo demostrar que hay una cámara de aire de 1 a 3 cm entre la pintura y la pared posterior. En 2012 pudieron tomarse muestras de este paramento que concuerdan con la composición de los pigmentos que se empleaban a comienzos del siglo XVI. En ese momento, las autoridades paralizaron las catas temiendo dañar lo existente. Volvía a suscitarse la enésima reformulación de la eterna pregunta del restauro: ¿qué tiene más valor?

A día de hoy, lo único que nos queda es ser tan tenaces como Seracini; ya se trate de leyenda o hallazgo, arquitectura o investigación, lo que está claro es que chi cerca, trova.

Esta entrada resume la tercera y última parte de una presentación realizada en la ETSA de Sevilla el 13 de diciembre de 2019 en el marco de la asignatura «Arquitectura y Patrimonio», por invitación del profesor Ricardo Alario López.

Fragmentos

¿Ha sustituido Passaic a Roma como La Ciudad Eterna? Si ciertas ciudades del mundo fueran colocadas una detrás de otra en línea recta según su tamaño, comenzando por Roma, ¿dónde estaría Passaic en esa progresión imposible? Cada ciudad sería un espejo tridimensional que provocaría la existencia de la siguiente ciudad a través de su reflejo. Los límites de la eternidad parecen contener tales ideas inicuas.

SMITHSON, Robert ~ A Tour of the Monuments of Passaic

En 1972 se estrenaba la película Roma, de Federico Fellini, su particular homenaje a la ciudad eterna, en la cual el director nos introduce a través de su propia experiencia vital: la de alguien de fuera que fue a trabajar allí en torno a los inicios de la Segunda Guerra Mundial. De este modo todo el largometraje se plantea como una sucesión de recuerdos personales, por fuerza deslabazados, que alternan entre tres líneas temporales distintas (el Fellini niño que oye hablar de la omnipresente Roma, el Fellini joven que llega a la ciudad y el Fellini adulto que rueda una película sobre ella), sin ninguna intención de imponer un guión, una visión sobre la ciudad, sino dejando que sus infinitas historias permeen la cinta, que por ello salta sin solución de continuidad de un género a otro: comedia de costumbres, drama social, documental…

Roma Fellini 0,34

En uno de los momentos de la película, el equipo de rodaje de Fellini se encuentra en un atasco en el Grande Raccordo Anulare, la circunvalación de Roma, y ante ellos desfilan en sucesión una plétora de realidades distintas, unidas sólo por su circular por el mismo asfalto: un tanque, un autobús de hinchas del Napoli, un señor a pie empujando un carro, prostitutas, gente que se pelea de un coche a otro… En cierto momento, además, vemos un grupo de personas que en un camión transportan un gigantesco espejo. Roma es esa ciudad que se mira constantemente en el espejo de sí misma, de su historia, incapaz de apartar la mirada, pero lo que el espejo le devuelve es fragmentario, inconexo, irreal. No da nunca una imagen prístina, sino que la deforma, crea una ilusión. Su historia es la de un trampantojo.

Borromini Galleria Spada trampantojo

Cuando a mediados del siglo XVII el Cardenal Spada encargó a Francesco Borromini el embellecimiento de su palacio y jardines en el centro de Roma, el arquitecto se encontró con un solar de dimensiones muy reducidas; para poder dar la impresión de que las galerías y arcadas del edificio eran mucho más grandes de lo que en realidad eran Borromini se valió de varios trucos visuales, como ubicar estatuas a modo de telón de fondo de las perspectivas, y de sus conocimientos matemáticos, que aplicó a la generación de esta famosa trampa óptica.

En efecto, la construcción inclinada de techo, paredes y suelo y la perspectiva forzada conseguida hacen pensar que la estatua es mucho mayor y la galería mucho más extensa de lo que en realidad son. Pero es que el arte barroco llevaba décadas perfeccionando la aproximación visual a los espacios, estudiando la obra de arte y arquitectónica estrictamente desde el punto de vista y la posición del espectador, en un acercamiento que tiene ecos en el arte contemporáneo en obras como la última y enigmática de Duchamp, Étant donnés, que sólo puede experimentarse observando a través de dos orificios de una puerta en el Museo de Arte de Filadelfia. Duchamp, que pasó los veinte últimos años de su vida trabajando en secreto en esta composición, construye literalmente una visión forzada y perturbadora que comprime objetos separados entre sí en una única imagen.

Duchamp Étant donnés 1946_66

Hay en Roma lugares que podrían funcionar con una lógica similar, comprimiendo en una mirada siglos de devenir. Por ejemplo, si observamos a través del ojo de la cerradura de la entrada al Jardín de los Caballeros de Malta, obtendremos esta famosa imagen que reúne tres países distintos. Pero el jardín esconde un tesoro aún mayor. Si consiguiéramos convencer a la Orden de Malta para que nos dejaran visitarlo, tendríamos acceso a la única obra construida de Giovanni Battista Piranesi.

Jardín de los Caballeros de Malta

Piranesi es archiconocido por sus grabados de Cárceles imaginarias o sus vistas de Las Antigüedades Romanas, pero la pequeña iglesia de Santa María del Priorato, alzada entre 1764 y 1767, en comparación ha pasado desapercibida para la historia. Sin embargo, merece que nos detengamos un momento en ella porque reviste gran interés para nuestro acercamiento. Hay quien ha argumentado que esta iglesia es un manifiesto de Piranesi, que se yergue aquí en defensor del arte romano en medio del acalorado debate del s. XVIII sobre cuál sería el modelo clásico a imitar, si aquél o el griego, postura esta defendida por el historiador del arte alemán Winckelmann y que fue la que infuenció en mayor manera el desarrollo del arte neoclásico en las décadas posteriores.

Winckelmann ofrecía el sistema de órdenes clásico griego como su idea de la propia historia: lineal, racional, perectamente formado y completo. Por eso frente a la vorágine de sistemas constructivos, formas, soluciones, etc., en definitiva, el sincretismo que ofrecía Roma, Winckelmann admitía en su Historia del Arte en la Antigüedad de 1764 que le resultaba imposible «deducir ningún sistema del arte romano».

Piranesi, por el contrario, como gran estudioso de la Antigua Roma, valoraba esa capacidad infinita de absorber lo mejor de las culturas etruscas, griegas, orientales, egipcias, y transformarlas en una aglomeración de estructuras en perpetua lucha y contradicción espacial que fue en lo que llegó a convertirse la ciudad en época imperial, como metrópoli de todo el mundo conocido.

Piranesi Le Antichità Romane fragmentos

A principios del siglo III el emperador Septimio Severo había mandado delinear y exponer en un muro del Templo de la Paz un mapa de Roma esculpido en 150 placas de mármol, verdadera empresa borgiana que empezó a desintegrarse con el incendio de la biblioteca del Templo algunos siglos más tarde. Piranesi conocía de la existencia de algunos de los más de mil fragmentos que desde entonces habían ido repartiéndose por el mundo siguiendo las más variopintas vicisitudes, y había incluido dibujos de ellos en su libro de Las Antigüedades Romanas. Lo curioso es que, a diferencia de lo que intentaría en otro lugar con su Ichnographia Campus Martius, aquí Piranesi asume la condición de fragmento de las porciones del mapa; no intenta ensamblarlas para conformar un todo, sino que cuenta con el vacío entre las piezas como elemento de la composición. Es esta su forma de trabajar: frente a la postura winckelmanniana del ideal estático griego, Piranesi defiende la creatividad sin límites que proporciona asomarse a la historia romana y extraer de ella la combinación de formas o soluciones pertinentes en cada ocasión.

Desde esta perspectiva entenderemos mejor su trabajo en Santa María del Priorato, empezando por la plaza exterior, también diseñada por él. La plaza se constituye en un lugar-otro de la ciudad, a la cual evoca selectivamente, recurriendo a la representación, a la alusión, conformada por los emblemas que la decoran. El resultado es un uso pictórico de la arquitectura, que a través de imágenes invoca los referentes reales, un proceso que se convierte en alegórico en el ya mencionado ojo de cerradura, que proporciona una imagen perfectamente enmarcada de San Pedro, que a su vez es ya un icono sobreexplotado de la ciudad. Por ello la plaza es a su modo un espejo de la cerradura: no presenta, como aquella, Roma, sino una idea de Roma a través de la selección de fragmentos de su historia.

Piranesi Plaza de los Caballeros de Malta

Pero es que toda la iglesia refleja esta idea de imposibilidad material de representar una realidad histórica como Roma si no es de forma fragmentaria. Por ejemplo, en un gesto que intrigó a Manfredo Tafuri, quien le dedicó varias páginas al asunto en su obra La esfera y el laberinto, la decoración del altar se desvanece a medio camino de su parte trasera; sin embargo, quienes han estudiado el transcurso de las obras, las fechas de los pagos y las anotaciones de Piranesi, han comprobado que éste dio expresamente por concluidos los trabajos de decoración del interior y así lo hizo saber al estucador. Pero una prueba más clara de qué era lo que tenía Piranesi en mente al hacer esto nos la dará una nueva mirada sobre la fachada de la iglesia.

Piranesi Santa Maria del Priorato Roma 1764_7 altar

Si nos fijamos, hay una banda sobre el frontón triangular del acceso que parece estar incompleta; por el relieve de la fachada parece inferirse que debería recorrer todo el espacio paralelo a las jambas, y sin embargo se detiene muy arriba, al acometer al frontón en una posición extraña y que hubiera sido muy fácil evitar. Lo crucial aquí es que no se trata de ningún error ni descuido de un arquitecto principiante: el relieve de la banda dobla la esquina para terminar contra la fachada. Piranesi reivindica la capacidad evocativa del fragmento, la ruina, la interrupción, como motivo arquitectónico.

Piranesi Santa Maria del Priorato Roma 1764_7 detalle fachada

De nuevo, es posible rastrear este tipo de juegos visuales en otros aspectos de su obra, como pueden ser sus levantamientos del emisario del Lago de Albano, en los que cada convención de representación, escala, sección, planta, alzado, detalle, contiene una cierta “verdad” del objeto real, pero es voluntariamente parcial e incompleta; los bordes de cada fragmento se levantan del soporte, reivindicando su individualidad e impidiendo una mirada totalizadora.

Piranesi Descrizione e Disegno dell'Emissario del Lago Albano 1762

Piranesi fue seguramente el primero en darse cuenta de que el exceso histórico de Roma la convierte en un no-lugar, un juego conceptual que podemos conocer a través de residuos y fragmentos pero nunca como una forma completa y articulada. En este sentido es inevitable recordar la similitud de esta mirada con la de los Non-Site de Robert Smithson, en los que la multiplicidad de modos de representar un lugar, en este caso Nueva Jersey, confirman la imposibilidad de “conocerlo” de forma absoluta. En este sentido Roma no sería sino una especie de erial de sí misma, un residuo histórico continuamente monumentalizando su propia desintegración y reconstrucción.

Non-Site, Robert Smithson, 1968

Esta monumentalización a través de la destrucción creadora se ha llevado por delante infinitos proyectos nunca construidos, hasta el punto de que puede escribirse toda una literatura sobre grandes arquitectos cuyo trabajo es absorbido por la inconmensurabilidad de los espacios y tiempos acumulados en Roma (recordemos la famosa cita atribuida a Diderot). Piranesi, como ya hemos dicho, sólo construyó esa iglesia; del gran proyecto de Sangallo para las fortificaciones de Roma sólo se construyó un bastión (del más de un centenar contemplados inicialmente) y una puerta que se dejó inacabada a su muerte; lo mismo le ocurrió al Palacio de Justicia de Bramante, cuyos almohadillados inacabados recibieron el nombre de sofás por los romanos; no hay un solo edificio de Rafael (San Pedro, el Palacio Branconio dell’Aquila, el de Jacopo da Brescia, la Villa Madama, San Eloy de los Orfebres) que no haya quedado inconcluso, o fuertemente transformado, o derruido. Terragni nunca llegó a poder construir uno solo de sus varios proyectos en Roma, como más tarde tendremos ocasión de comprobar. Por supuesto, Le Corbusier también se encuentra en esta lista, aunque su caso puede extenderse a toda Italia, ya que sus propuestas en el país, tales el Hospital de Venecia, el Centro Olivetti en Rho o sus ideas para la periferia romana, se quedaron en el papel. Pero la cuestión es que todos estos ejemplos, aun permaneciendo inacabados, entraron de pleno derecho en la vida de la ciudad o constituyeron piedras angulares de la historia de la arquitectura, porque como hemos intentado demostrar, en Roma el fragmento se había convertido en una herramienta proyectual por sí misma; miles de ejemplos a lo largo y ancho atestiguaban su validez. La situación extrema sería la mole del Monte Testaccio, como sabemos formada a partir de la acumulación de los ingentes residuos cerámicos generados en época imperial; aquí se deshacen los límites entre parte y todo, artificio y naturaleza.

Esta tradición fragmentual la recoge Luigi Moretti en su Palazzina ‘Il Girasole’ de 1949, nombrada por Peter Eisenman «el primer edificio posmoderno»: Moretti, un apasionado del espacio barroco y sus herramientas para modelar su contenedor a través de la sombra y la luz, diseña un edificio que es a la vez uno y dos, plano y volumen. Es capaz de recomponer una imagen de fachada, por ejemplo, haciéndonos ver acto seguido que se trata de una ficción, de un plano conceptual que se descompone en cuanto doblamos la esquina.

Moretti Il Girasole

En aquella nómina de arquitectos frustrados aparecería también Giambattista Nolli, el autor del famosísimo plano de la ciudad de 1748, quien como su maestro Vasi y el mismo Piranesi, era un arquitecto sin trabajo que se ganaba la vida con los grabados; sólo pudo construir también una iglesia, y reformar el interior de otra, la de San Alejo.

[Según la leyenda, Alejo era un hijo de patricios que, prometido con una mujer virtuosa, la misma noche de bodas renunció al matrimonio y se embarcó hacia el norte de Siria para llegar a la ciudad de Laodicea y, después, a Edesa (actual Urfa), donde se ganaba la vida pidiendo limosna. Diecisiete años después volvió a Roma; fue a casa de su padre a pedir limosna, pero nadie lo reconoció. Acogido como mendicante, vivió durante 17 años más en su casa, sin ser reconocido, rezando y enseñando el catecismo a los niños. Dormía bajo la escalera de la entrada. Sabiendo que iba a morir, escribió su historia en un papel, explicando por qué renunció a la boda, el viaje a Edesa y su vida posterior. Murió y, según la leyenda, sólo su padre pudo abrirle la mano para tomar el papel y leerlo, dejándolo sorprendido al darse cuenta que era su propio hijo.]

La ópera de Stefano Landi sobre la vida de San Alejo había sido una de las primeras en estrenarse en el nuevo palacio de los Barberini en 1632.

El Palacio Barberini era una de las primeras obras de renombre en que habían trabajado juntos los grandes arquitectos del barroco romano, Bernini y Borromini; es fácil adivinar cuál de las escaleras principales se atribuye a cada uno de ellos. La supuesta rivalidad que luego les enfrentaría, adquiriendo con el tiempo los tintes de la leyenda, se fraguaría algunos años más tarde cuando Borromini elaborara un duro informe en contra del equipo de su anterior maestro a causa del fallido episodio de la construcción de los campanarios de San Pedro.

Bernini campanario sur San Pedro 1637_41 dem 1646_7, A Specchi

En este dramático dibujo, Alessando Specchi representaba la parte de la fachada a la Plaza del Vaticano que había tenido que ser demolida en 1646-7, sólo diez años después del inicio de su ejecución, debido a indicios de fallo en la cimentación constatados poco después con la aparición de grandes grietas que amenazaban con arruinar la estructura; este es el motivo por el que los relojes-campanario de Giuseppe Valadier, que son los que hoy vemos, son mucho más modestos. A causa de esta desgracia, Bernini perdió el favor del papa Inocencio X hasta la muerte de éste una década más tarde, tiempo durante el cual Borromini o Carlo Rainaldi se ocuparon de algunos de los encargos más relevantes.

El mismo año en que se dieron por terminados los trabajos de demolición del campanario de San Pedro, Bernini comenzó a desarrollar una de sus obras maestras, la Capilla Cornaro en Santa María de la Victoria. Conocida sobre todo por la efigie central que representa el Éxtasis de Santa Teresa, la Capilla constituye todo un artefacto arquitectónico en el que numerosos mecanismos espaciales, escultóricos y pictóricos están puestos sola y exclusivamente al servicio de la creación de una imagen, de una experiencia visual que sólo tiene un interior. Si uno le da la vuelta y ve lo que hay al otro lado, la tramoya queda totalmente al descubierto y se desvela el truco.

Bernini Capilla Cornaro exterior

Curiosamente, cuando veinte años más tarde Bernini volviera a gozar de la preeminencia en las obras de la ciudad y se encontrara erigiendo la columnata de la Plaza de San Pedro, a la hora de organizar el acceso a las dependencias papales recurriría a su propia versión del trampantojo de su rival, quien moriría en el año posterior a la terminación de las obras tras arrojarse sobre su espada en un intento por llamar la atención de su criado.

Bernini Scala Regia

[El fracaso de Bernini con su torre no era sino el último de una serie de fracasos mucho más trascendentales en San Pedro, tomado este como reflejo de la historia de la arquitectura: el fracaso de la continuidad histórica (basílica paleocristiana derruida, expolio de monumentos romanos), el fracaso del ideal del Renacimiento (planta central que tiene que adaptarse a cruz latina), el fracaso de la imagen barroca (fachada desproporcionadamente ancha) y en general de los presupuestos del clasicismo (ausencia de la percepción de grandeza pretendida en la composición, porque todo es proporcional); y germen algunos siglos más tarde del fracaso urbano (demolición del Borgo para abrir la Via della Conciliazione).]

Via della Conciliazione apertura

Puede concluirse que la columnata de la Plaza de San Pedro implicó un esfuerzo desproporcionado en comparación con lo obtenido a cambio, sobre todo si la comparamos con otras operaciones urbanísticas barrocas como la de Pietro da Cortona en Santa María de la Paz, en las que con un mínimo control sobre el espacio urbano se consiguieron resultados incluso más monumentales.

En definitiva el gesto de Bernini, el meloso abrazo de la cristiandad al mundo, no es sino un movimiento mucho más prosaico por parte del papa Alejandro VII: el de querer ocultar la amalgama medieval de las Estancias Pontificias y darle un frente urbano apropiado para los cánones barrocos, según los cuales el collage medieval y renacentista de adiciones, superposiciones y contradicciones que conformaban los palacios papales no era admisible.

Maerten van Heemskerck San Pedro c 1535

Lo curioso es que esta estrategia parece si no eco, réplica exacta de la seguida mil seiscientos años antes por Augusto a la hora de diseñar su Foro Imperial, para el cual mandó elevar un muro innecesario desde el punto de vista estructural, con la sola intención de dar al espacio de representación un frente homogéneo e imponente que ocultara el degradado barrio popular de la Subura, de construcción considerada de pobre calidad para la estética de la Roma imperial.

Foro de Augusto aérea

Una variante más sutil de este mismo planteamiento, y así lo entendió Robert Venturi en su Complejidad y contradicción en arquitectura, puede rastrearse en la Basílica de Santa María la Mayor, donde primero Carlo Rainaldi y Flaminio Poncio y luego Ferdinando Fuga al completar la fachada trabajaron para crear un recinto capaz de ocultar y asumir las diferencias entre los espacios interiores (sacristías, capillas, residencias, la basílica propiamente dicha) que mostrara al exterior una imagen unificada en su diversidad. La fachada de Fuga lleva a la literalidad esta idea, ya que viste la medieval con una mera piel barroca cuya liviandad y transparencia reflejan la lucha interna de tener que ser un velo y a la vez dejar pasar la máxima luz posible a los mosaicos medievales de la fachada anterior.

Santa Maria Maggiore 1860

La historia de la piel barroca es también muy recurrente en Roma. Cuando en 1650 el cardenal Altieri encargó a Giuseppe Antonio De Rossi, el arquitecto por excelencia de los palacios de la burguesía romana del seiscientos, la construcción de una residencia digna en las propiedades de su familia junto a la Iglesia de Jesús, Berta, la viuda propietaria de una de las casas adyacentes, se negó a vender. La pragmática solución del arquitecto fue incorporar su vivienda, ventanas irregulares incluidas, en el diseño general de la fachada.

Palazzo Altieri

Este tipo de soluciones se repiten a lo largo del marco espacio-temporal de Roma, porque es una ciudad que siempre ha sido considerada desde el punto de vista visual, construida literalmente desde su imagen, y por tanto sustancialmente plana, reduciendo siempre toda espacialidad a un plano frontal. Esa planeidad, que ya era más que patente en San Pedro, es llevada a su límite conceptual en San Ignacio de Loyola.

La cúpula de la Iglesia de San Ignacio de Loyola no es una cúpula. Andrea Pozzo, decorador de los interiores y experto en perspectiva que acabaría trabajando en importantes palacios vieneses, propuso a los jesuitas cuando se les acabó el dinero en 1685 pintar una cúpula falsa mientras reunían lo necesario para continuar las obras. Los jesuitas hicieron las cuentas acerca de desde dónde dirigían la mirada los feligreses y lo que costaba acabar la cúpula, y Pozzo les debió parecer un maestro porque ahora en el suelo de la iglesia hay una baldosa dorada que marca el lugar desde donde se tiene la visión perfecta de su obra.

Eglise Sant'Ignazio Dôme en trompe l'oeil

[En Roma hay tantas baldosas de este estilo que podría hacerse un itinerario que pasara sólo por ellas y el turista vería todo lo que tiene que ver.]

El hecho de que la ciudad esté diseñada a base de esos elementos planos, verdaderos telones teatrales, hace que adentrarse detrás de ellos, como Dorothy en El Mago de Oz, y prestar atención al hombre detrás de la cortina, haga saltar por los aires todas las nociones de escala, proporcionalidad y monumentalidad que aquellos parecían anunciar, como demuestran los trabajos en sección sobre la Necrópolis Vaticana, donde se descubre la verdadera magnitud de la Basílica de San Pedro, o los bellos dibujos de Marcella Morlacchi sobre la Plaza del Popolo.

Marcella Morlacchi Piazza del Popolo

Las iglesias gemelas del extremo sur de esta plaza, Santa María de los Milagros y Santa María en Montesanto, no son gemelas. Ambas construidas por el mismo arquitecto y pagadas por el mismo cardenal, una es elíptica y la otra circular para ajustarse a las dimensiones de las parcelas. Con el tiempo, además, a la primera plaza fuertemente direccionada, con el famoso Tridente como telón de fondo del eje de entrada de los peregrinos en la ciudad santa, vino a superponérsele a inicios del s. XIX otra plaza, en el mismo espacio pero en el sentido perpendicular. Podría decirse que el eco de San Pedro reverberó primero en la elipse de una de las iglesias para finalmente violentar con el proyecto de Valadier la plaza entera.

En conclusión, uno podría decir que hay dos Plaza del Popolo distintas: una en el eje norte-sur con un carácter renacentista y barroco, y otra en el eje este-oeste con un diseño típicamente neoclásico. Tienen en común el obelisco, pero por lo demás parecen ignorarse entre sí.

Este texto conforma, junto con los dos que aparecerán publicados en los próximos días, la conferencia Roma. Fragmentos, Desplazamientos, Reversiones, impartida en la asignatura Intervención en el Patrimonio de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla el 23 de marzo de 2015.

Interrupción

Roma Interrotta, 1978

La ciudad es un lugar artificial de la historia en el que cualquier época (cualquier sociedad capaz de diversificarse de su precedente) intenta, mediante la representación de sí misma, lo imposible: simbolizar aquel momento determinado, más allá de las necesidades y de los motivos contingentes por los que los edificios fueron construidos.

AYMONINO, Carlo ~ El significado de las ciudades

Piero Sartogo                                    Costantino Dardi                                   Antoine Grumbach

James Stirling                                     Paolo Portoghesi                                    Romaldo Giurgola

Robert Venturi                                        Colin Rowe                                              Michael Graves

Léon Krier                                                Aldo Rossi                                                         Rob Krier

fueron invitados a participar en 1978, en el marco del ciclo «Incontri internazionali d’arte», en la muestra Roma Interrotta. La premisa, que cada uno de estos arquitectos presentara no una propuesta urbanística, sino una serie de ejercicios de imaginación en paralelo a la Memoria, en palabras de Giulio Carlo Argan. La base era igual para todos: el renombrado plano de Roma elaborado por Gianbattista Nolli en 1748, y a cada uno de ellos le fue asignado un sector del mismo para que sobre él desarrollara una hipótesis tan interesante como desconcertante, la de ver qué otros derroteros podría haber seguido Roma desde entonces. El propio enunciado de la propuesta llevaba implícito un axioma, de extendida aceptación incluso hoy: el de que todo lo realizado desde 1748 hasta 1978 en la ciudad, todos esos palazzi de color crema, los barrios burgueses sin espacios públicos propiamente dichos, los quartieri obreros construidos con malos materiales y peores métodos, los pocos y mediocres ejercicios de arquitectura monumental, todo eso valía menos que nada. No merecía la pena detenerse en ello, había llegado a un punto de decadencia tal que no tenía (tiene) cura. Sólo trabajando desde el pasado, en una dimensión que, escapando al alcance de lo real, podía infiltrarse en él y cambiarlo renovándolo con el ejemplo de lo antiguo, tenía sentido plantearse este tipo de ejercicio.

Lo sorprendente es que no era la primera vez que se proponía una aproximación de esta índole sobre la ciudad de Roma. Con la diferencia de que en aquella ocasión, más de doscientos años antes, quien la había llevado a cabo era un solo hombre: Giovanni Battista Piranesi.

Gestada entre 1757 y 1761, la Ichnographia Campus Martius, obra cumbre de una época, mil veces referenciada por los más diversos motivos y autores, supone la extinción de una línea de pensamiento que hacía del retrotraerse a la arquitectura de la antigüedad clásica su signo vital y que en el XVIII, tres siglos después de su puesta en boga, llegaba a su final natural. La Ichnographia, que aparentemente constituía un ejercicio de restitución arqueológica del Campo de Marte en su época de esplendor, en realidad iba mucho más allá. La arqueología no era tanto la razón última como el punto de partida, una excusa para desarrollar un programa mucho más profundo (no queremos decir, como otros tal el propio Manfredo Tafuri han parecido confundir, que Piranesi obviara la realidad arqueológica o mostrara a este respecto poco rigor, y que toda la Ichnographia fuera más bien una ensoñación arquitectónica; baste comprobar que la inmensa mayoría de las estructuras están donde se esperaría que estuviesen, y queda claro que Piranesi se guió para ubicarlas tanto por las fuentes documentales como por los exiguos restos visibles en su tiempo).

Lo interesante de la Ichnographia es que lo que se plantea como la restitución de una cierta edad de oro se convierte en el ejercicio de proyectar un pasado que nunca existió en un presente que aspira a repetirlo. Al verse obligado a llenar las lagunas de información sobre lo que pudo constituir el estrato real del Campo de Marte, Piranesi desarrolla todo un repertorio visual a partir del vocabulario clásico que lo lleva de facto a su extenuación. En efecto, la mera visión de la Ichnographia satura al espectador, lo abruma, lo pone de frente a una grandeza y una monumentalidad frente a la que no puede permanecer indiferente; pero lo paradójico es que en dicha visión la misma idea de monumento deja de tener sentido. El exceso de significado produce la ausencia de significado. Ni siquiera el espacio entre los edificios es vacío propiamente (otro punto en que disentir con Tafuri, para el que la Ichnographia era una imagen muda), ya que las indicaciones, los nombres, fluyen llenando de contenido cada intersticio del grabado.

Con un referente tan poderoso, los arquitectos de Roma Interrotta no podían no posicionarse en relación con la propuesta. Unos, como Giurgiola, simplemente presentaron una Roma perfectamente alternativa a la actual; otros en cambio prefirieron volcar directamente los temas sobre los que estaban interesados en ese momento, como queda claro en los casos de Venturi y Rossi, que bien podrían haber salido de páginas de sus libros y que por ello parecen perder de vista el referente último de la cuestión. Por otra parte, la propuesta de James Stirling es interesante en tanto en cuanto se organiza como un museo virtual de proyectos irrealizados, en un nuevo contexto y con la validez otorgada por el reescribir la historia: una pequeña venganza contra las circunstancias que hicieron imposible su ejecución, ya que al entrar en la historia de Roma adquirieron probablemente más realidad que si efectivamente se hubieran llevado a cabo.

La invitación a Roma Interrotta llevaba consigo una trampa: al igual que el clasicismo renacentista puede decirse que murió con la Ichnographia de Piranesi, aquel llamado contextualismo bajo el que se agrupaba a la mayoría de los arquitectos invitados encontró entonces la ocasión de sacar a la superficie las contradicciones iternas —o, como parece más apropiado decir dada la naturaleza del encargo, interrupciones— que lo condujeron inevitablemente a su fin.

Decadencia

Foro di Nerva

Las culturas tienen una vida independiente de las razas que las llevan en sí. Son individuos biológicos aparte. Las culturas son plantas. Y, como éstas, tienen su carrera vital predeterminada. Atraviesan la juventud y la madurez para caer inexorablemente en decrepitud. Estamos hoy alojados en el último estadio —en la vejez, consunción o decadencia [Untergang]— de una de estas culturas: la occidental.

ORTEGA Y GASSET, José ~ Prólogo a la traducción española de La Decadencia de Occidente, de SPENGLER, Oswald

Para muchos, los romanos debían ser seguramente unos señores con cepillo en la cabeza que iban paseándose en caballos blancos por el mundo; en ese caso, la desaparición de estos seres debe aparecer como un misterio insondable. Quizá lo más interesante de esta encantadora perspectiva es esa noción de caída del Imperio que desde hace siglos ha maravillado a los espectadores de televisión de todo el mundo y antes a eruditos como Edward Gibbon, autor en el s. XVIII de la impresionante Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. Este libro supone el culmen de la interpretación decadentista de la historia de Roma según la cual confluyen causas externas, como las invasiones bárbaras, e internas, como la corrupción, la desidia y las conversiones al cristianismo crecientes entre los romanos, en un proceso que culmina con la deposición del último emperador de Occidente en el 476 d.C. El testimonio más clarificador de este devenir histórico lo constituiría el abandono generalizado e impresionante, por inconcebible a los ojos modernos, de las infraestructuras de la Antigua Roma, que habían requerido tantísimo trabajo para alzarse y habían acogido tanta magnificencia en su época de esplendor, y en un tiempo relativamente corto se vieron reducidas a poco más que ruinas.

No obstante, una interpretación así merece una revisión a la luz de los hechos. En lo que a nosotros interesa, el aspecto arquitectónico del asunto, suele decirse que el último monumento como tal erigido en Roma fue la columna dedicada en el Foro al emperador bizantino Focas en el 608 d.C. No obstante, pensar que este elemento, cuyos orígenes podrían remontarse realmente al s. II d.C., fue la última adición a una panorámica perfecta constituida por un conjunto de elementos estáticos añadidos a lo largo de siglos es pasar por alto, por ejemplo, que cuando ello tuvo lugar el plano del Foro se había elevado ya varios metros sobre la cota que tenía en época de Augusto. De hecho, en la discutibilísima intervención arqueológica realizada para alcanzar esta cota de forma innatural y tratando como indignos todos los estratos de ocupación humana posteriores, se han dejado a la vista los cimientos de ladrillo de la columna, evidenciando cuál era el estado de la cuestión en el momento de dedicarse el monumento. Pongámonos en situación: en el 608 ya llevaban desmontándose alrededor de medio siglo las arcadas meridionales del Coliseo para emplear el material en otros menesteres. La última caza de animales celebrada en este anfiteatro se data en el 523, y la última pelea de gladiadores, en torno al 438.

Lo que debemos entender es que en Roma no quedaba ni el dinero ni la voluntad para mantener los contenedores de una memoria que ya no existía. No había ya culto de Venus, ni de Isis, ni de los Juegos, ni del Emperador, ni de Roma; a lo sumo de Dios, la Virgen, los Santos y los Mártires. ¿Qué razón iba a tener una sociedad que vivía en un mundo que no lo representaba para mantenerlo o, mucho menos, glorificarlo? Los romanos, que fueron capaces de mantener las formalidades republicanas hasta bien entrado el s. IX, no fueron aniquilados, deportados o presa del genocidio —aunque su ciudad fue saqueada con cierta regularidad desde finales de la época imperial—; más bien, generación tras generación, en un proceso lento pero imparable y que se fue extendiendo de las capas más bajas a las más altas de la sociedad, eran otros: tenían una sensibilidad distinta, hablaban un idioma distinto y practicaban una religión distinta.

Uno de los aspectos arquitectónicos más interesantes, aparte de las vicisitudes de conservación, desmantelamiento y transfiguración de cada monumento concreto, es el maravillosamente rico proceso de relectura del espacio urbano que se produce en una urbe que está siendo literalmente abandonada a su suerte, en una época en que la ciudad como la conocemos hoy está cercana a su extinción debido a la nueva estructura de la sociedad, más volcada a la ocupación dispersa del territorio. El genial cambio de escala que sufre la nueva Roma lleva a estampas maravillosas como el aprovechamiento del Foro de Nerva para un nuevo hábitat residencial. Parece ser que en Roma pensaron en algún momento que el espacio del antiguo foro desadoquinado era un lugar perfecto para construir granjas de dos plantas con rediles y huertos, huertos que cabe suponer no tendrían excesivo éxito ya que el terreno había sido en la antigüedad una gran zona palustre.

La mentalidad moralista del s. XVIII o de algún entusiasta de la época imperial como il Duce nos saldría sin duda con que la ocupación altomedieval del Foro de Nerva resulta inapropiada e indecente, apósitos fuera de lugar que desprestigian tan insigne construcción. Pero el hecho es que ese pórtico magnificente debía representar un buen abrigo a las viviendas del sol y los vientos, y le proporcionaría un marco, un entorno urbano definido y seguro, una ciudad dentro de la ciudad. Sin duda esta ocupación simbiótica no sólo era especialmente apropiada para la época en que se llevó a cabo sino que suponía un gran avance sobre el simple abandonar a su suerte una gran explanada completamente fuera de lugar e innecesaria en su función original dada la inmensa cantidad de espacio libre de mayores dimensiones y cualificación en las cercanías.

Lo cierto y verdad es que este hábitat desapareció como llegó, y a mediados del siglo XIX poco quedaba del Foro de Nerva más allá de lo que se aprecia en la foto que encabeza el post; un pequeño recuerdo que la piqueta mussoliniana quiso dejar completamente exento para escarnio del que pasa en coche embadurnándolo de negro por la flamante Via dei Fori Imperiali, no se sabe si como remembranza de un pasado ingenuamente mejor o como testigo de qué no hacer en el futuro.

Es imposible no sentirse atraído por la idea del forno regentado por los romanos en un pórtico habilitado del antiguo Foro, en el que los estratos de terreno ya han alcanzado, como marea incontestable, cerca de la mitad de la altura original de las columnas. La capacidad innata del hombre para hacer del más inopinado lugar un lar tiene aquí todo un ejemplar perdido al que se sumarían miles de imágenes de la Roma que es, fue y será.