Las culturas tienen una vida independiente de las razas que las llevan en sí. Son individuos biológicos aparte. Las culturas son plantas. Y, como éstas, tienen su carrera vital predeterminada. Atraviesan la juventud y la madurez para caer inexorablemente en decrepitud. Estamos hoy alojados en el último estadio —en la vejez, consunción o decadencia [Untergang]— de una de estas culturas: la occidental.
ORTEGA Y GASSET, José ~ Prólogo a la traducción española de La Decadencia de Occidente, de SPENGLER, Oswald
Para muchos, los romanos debían ser seguramente unos señores con cepillo en la cabeza que iban paseándose en caballos blancos por el mundo; en ese caso, la desaparición de estos seres debe aparecer como un misterio insondable. Quizá lo más interesante de esta encantadora perspectiva es esa noción de caída del Imperio que desde hace siglos ha maravillado a los espectadores de televisión de todo el mundo y antes a eruditos como Edward Gibbon, autor en el s. XVIII de la impresionante Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. Este libro supone el culmen de la interpretación decadentista de la historia de Roma según la cual confluyen causas externas, como las invasiones bárbaras, e internas, como la corrupción, la desidia y las conversiones al cristianismo crecientes entre los romanos, en un proceso que culmina con la deposición del último emperador de Occidente en el 476 d.C. El testimonio más clarificador de este devenir histórico lo constituiría el abandono generalizado e impresionante, por inconcebible a los ojos modernos, de las infraestructuras de la Antigua Roma, que habían requerido tantísimo trabajo para alzarse y habían acogido tanta magnificencia en su época de esplendor, y en un tiempo relativamente corto se vieron reducidas a poco más que ruinas.
No obstante, una interpretación así merece una revisión a la luz de los hechos. En lo que a nosotros interesa, el aspecto arquitectónico del asunto, suele decirse que el último monumento como tal erigido en Roma fue la columna dedicada en el Foro al emperador bizantino Focas en el 608 d.C. No obstante, pensar que este elemento, cuyos orígenes podrían remontarse realmente al s. II d.C., fue la última adición a una panorámica perfecta constituida por un conjunto de elementos estáticos añadidos a lo largo de siglos es pasar por alto, por ejemplo, que cuando ello tuvo lugar el plano del Foro se había elevado ya varios metros sobre la cota que tenía en época de Augusto. De hecho, en la discutibilísima intervención arqueológica realizada para alcanzar esta cota de forma innatural y tratando como indignos todos los estratos de ocupación humana posteriores, se han dejado a la vista los cimientos de ladrillo de la columna, evidenciando cuál era el estado de la cuestión en el momento de dedicarse el monumento. Pongámonos en situación: en el 608 ya llevaban desmontándose alrededor de medio siglo las arcadas meridionales del Coliseo para emplear el material en otros menesteres. La última caza de animales celebrada en este anfiteatro se data en el 523, y la última pelea de gladiadores, en torno al 438.
Lo que debemos entender es que en Roma no quedaba ni el dinero ni la voluntad para mantener los contenedores de una memoria que ya no existía. No había ya culto de Venus, ni de Isis, ni de los Juegos, ni del Emperador, ni de Roma; a lo sumo de Dios, la Virgen, los Santos y los Mártires. ¿Qué razón iba a tener una sociedad que vivía en un mundo que no lo representaba para mantenerlo o, mucho menos, glorificarlo? Los romanos, que fueron capaces de mantener las formalidades republicanas hasta bien entrado el s. IX, no fueron aniquilados, deportados o presa del genocidio —aunque su ciudad fue saqueada con cierta regularidad desde finales de la época imperial—; más bien, generación tras generación, en un proceso lento pero imparable y que se fue extendiendo de las capas más bajas a las más altas de la sociedad, eran otros: tenían una sensibilidad distinta, hablaban un idioma distinto y practicaban una religión distinta.
Uno de los aspectos arquitectónicos más interesantes, aparte de las vicisitudes de conservación, desmantelamiento y transfiguración de cada monumento concreto, es el maravillosamente rico proceso de relectura del espacio urbano que se produce en una urbe que está siendo literalmente abandonada a su suerte, en una época en que la ciudad como la conocemos hoy está cercana a su extinción debido a la nueva estructura de la sociedad, más volcada a la ocupación dispersa del territorio. El genial cambio de escala que sufre la nueva Roma lleva a estampas maravillosas como el aprovechamiento del Foro de Nerva para un nuevo hábitat residencial. Parece ser que en Roma pensaron en algún momento que el espacio del antiguo foro desadoquinado era un lugar perfecto para construir granjas de dos plantas con rediles y huertos, huertos que cabe suponer no tendrían excesivo éxito ya que el terreno había sido en la antigüedad una gran zona palustre.
La mentalidad moralista del s. XVIII o de algún entusiasta de la época imperial como il Duce nos saldría sin duda con que la ocupación altomedieval del Foro de Nerva resulta inapropiada e indecente, apósitos fuera de lugar que desprestigian tan insigne construcción. Pero el hecho es que ese pórtico magnificente debía representar un buen abrigo a las viviendas del sol y los vientos, y le proporcionaría un marco, un entorno urbano definido y seguro, una ciudad dentro de la ciudad. Sin duda esta ocupación simbiótica no sólo era especialmente apropiada para la época en que se llevó a cabo sino que suponía un gran avance sobre el simple abandonar a su suerte una gran explanada completamente fuera de lugar e innecesaria en su función original dada la inmensa cantidad de espacio libre de mayores dimensiones y cualificación en las cercanías.
Lo cierto y verdad es que este hábitat desapareció como llegó, y a mediados del siglo XIX poco quedaba del Foro de Nerva más allá de lo que se aprecia en la foto que encabeza el post; un pequeño recuerdo que la piqueta mussoliniana quiso dejar completamente exento para escarnio del que pasa en coche embadurnándolo de negro por la flamante Via dei Fori Imperiali, no se sabe si como remembranza de un pasado ingenuamente mejor o como testigo de qué no hacer en el futuro.
Es imposible no sentirse atraído por la idea del forno regentado por los romanos en un pórtico habilitado del antiguo Foro, en el que los estratos de terreno ya han alcanzado, como marea incontestable, cerca de la mitad de la altura original de las columnas. La capacidad innata del hombre para hacer del más inopinado lugar un lar tiene aquí todo un ejemplar perdido al que se sumarían miles de imágenes de la Roma que es, fue y será.