Yuxtaponer

La música no está en las notas, sino entre las notas. 

Atribuido a Claude DEBUSSY

A veces resulta interesante pensar que los aspectos primordiales de la arquitectura han estado siempre presentes en la historia del hombre, que se hallan anclados al pasado más remoto, a los comportamientos humanos primigenios. Cuestiones como la actitud frente a la definición de espacios, desplazamientos y escalas son tan claramente legibles a día de hoy como lo son estudiando los imponentes Alineamientos de Carnac, del período neolítico. Y es que se comprueba que algo tan simple como el trabajo con las relaciones que se establecen per se entre una serie de elementos direccionales ha seguido siendo campo fértil para la experimentación arquitectónica a lo largo de la historia, ofreciendo innumerables ejemplos.

Así, cuando el emperador Trajano decide construir en Roma sus nuevas Termas en el mismo lugar en que se encuentra la suntuosa residencia de su antecesor Nerón, aprovecha, en un gesto de clarividencia histórica, buena parte de sus salas como basamento para la nueva construcción; y en aquellas partes en que son necesarios mayores refuerzos, estos se disponen, diríamos, de la manera más pragmática. Pero quedarnos en este ejercicio de ingeniería civil como en un acto meramente pragmático sería un error: observando más cuidadosamente advertimos presuntas anomalías, como que las galerías no mantienen la misma separación, ni siquiera la misma orientación; lo cual nos habla de que en este caso se trataba de resolver, mediante una metodología clara pero flexible, el encuentro, la yuxtaposición, entre diferentes espacios, tiempos y situaciones.

Líneas de trabajo similares pueden rastrearse en numerosos ejemplos de arquitectura moderna: por ejemplo, en la casa Weber DeVore de Louis Kahn, el juego de relaciones entabladas entre el elemento lineal del muro y los distintos núcleos que componen la casa (una casa cuya atomización se tiene como condición de partida) permite que en ciertos momentos las piezas “salten” esta barrera y comuniquen los dos mundos, o se separen de ella creando secuencias de espacios libres y ocupados.

Ya antes Mies van der Rohe había investigado las posibilidades de la traslación de planos en la generación del espacio de la casa, hilo que podríamos seguir recorriendo en sentido inverso hasta llegar fácilmente a Frank Lloyd Wright. El arquitecto Juan Luis Trillo de Leyva propone entender proyectos de Mies como las Casas con patio mediante una lógica de desplazamientos, como si se hubiera partido de un espacio-caja del que sólo permanecen fijos el plano del suelo y el de la cubierta, mientras que el movimiento de los distintos planos verticales es lo que construye la experiencia del habitar.

Adiestramiento Visual, IIT, Ludwig Mies van der Rohe, 1938-1958

El mismo Mies no era ajeno a una aproximación tangencialmente arquitectónica del asunto que venimos tratando. Su mano se deja notar en los cursos de Adiestramiento Visual del IIT de 1938 a 1958, en los que se investiga la disposición de líneas y masas en el plano y cómo alteran inevitablemente el espacio a su alrededor.

Cuando detectamos alguna característica común en un conjunto predeterminado de elementos y esta destaca lo suficiente como para poder asimilar al grupo plenamente como tal y no como conjunto de individualidades diferenciables, sucede que aquellas características en común, bien su tamaño, formas o colores pasan a un segundo plano, más precisamente al plano de fondo. En el proyecto para el convento de las Dominicas, por ejemplo, Kahn utiliza el collage, mecanismo por antonomasia de la yuxtaposición, para disponer una serie de plantas recortadas que de tan contundentes y singulares acaban, efectivamente, cediendo protagonismo a los intersticios resultantes entre ellas.

house-in-tanggu-tianjin-china-ryue-nishizawa-2003-2

Podríamos decir que cuando la singularidad de un elemento es común a otros, se pierde potencial individual a fuerza de ganar intensidad como grupo. Este fenómeno es reversible por ser perceptivo y posee la paradójica capacidad de homogeneizar y realzar al mismo tiempo. Desde el proyecto de arquitectura se ha explorado frecuentemente esta idea mediante la seriación de elementos con una dirección predominante. La generación de un tablero de juego que obedezca y se adapte a los condicionantes que le son propios permite sistematizar los procesos de generación formal por ser estos siempre llevados a cabo como una alteración a posteriori.

En este sentido, las modificaciones que decantan definitivamente por este sistema y acaban deformándolo subrayan, precisamente por ser excepciones, aquella acción primera consistente en definir el tablero y sus normas. Esta ficción posibilita entender, por ejemplo, la acción de abrir huecos como el resultado de una adición de vacíos y no tanto como un resultado colateral de la no colocación de llenos. De este tipo de mecanismo intelectual se han apropiado otras disciplinas como la música, hasta el punto de convertir al pentagrama, tablero formado por cinco muros infinitos y paralelos, en uno de los pocos mecanismos que permiten ver el silencio y consecuentemente poder proyectar con él.

Concierto para piano y orquesta, John Cage, 1957-1958

Construir una historia o narrar un espacio son acciones asociadas a la repetición y la secuencia. Ideas relacionadas directamente con el ritmo y muy presentes, por tanto, en obras en las que la manera de recorrerlas es la noción crucial.

Pensar que la arquitectura es lo que hay entre aquello que construimos nos obliga a entender el vacío, antípoda metafísica del lleno, como un material más con el que proyectar. Negociar el equilibrio entre ambos extremos o proponer la oscilación justa es la contingencia ineludible de cualquier empresa que pretenda lidiar con el tiempo ya que es también la manera que la arquitectura tiene para hacerse narrativa.

Donald Judd o Richard Serra nos recuerdan que es precisamente el espacio entre una serie de sólidos lo que los define haciéndonos entender que todo proyecto lleva consigo una componente temporal que discurre a través de los recovecos del mismo definiendo el ritmo asociado a cada una de las maneras de recorrerlo.

Manejar la expansión y contracción de esos recovecos, esto es, insuflar aire en una coma para convertirla en punto o comprimir hasta el extremo un párrafo para hacerlo pasar por una única oración son acciones íntimamente relacionadas con la distancia: variable esencial con la que matizar la tensión argumental en la narración arquitectónica, mediante la cual los trazos sobre el papel se convierten en figuras retóricas y espaciales.

Una versión similar del texto e imágenes de esta entrada se utilizó como presentación del ejercicio Yuxtaponer, del curso 2014/15 de Proyectos I en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla, en el cual los redactores del blog participan como colaboradores.

Participar (II)

Estudios de fachada, Edificios de la Facultad de Medicina, Universidad de Lovaina, 1969-74

Los edificios hoy en día son desagradables, brutales y demasiado grandes, porque se construyen para ganar dinero por urbanizadores ausentes, para propietarios ausentes y para habitantes ausentes cuyo gusto se asume como un tópico.

JENCKS, Charles ~ El lenguaje de la arquitectura posmoderna

Las experiencias de participación semejantes a Byker no tardarían en revelar un importante problema: la coordinación de las intenciones ciudadanas, los esfuerzos proyectuales y la cohesión del diseño final consumen un tiempo y unos recursos preciosos, lo que a la larga hace que las autoridades acaben desentendiéndose de las iniciativas o actuando con negligencia, mientras entre los inquilinos cunde el desánimo para finalmente no recibir aquello que les había sido prometido. No en vano, aunque el lema de la regeneración fue «Byker para la gente de Byker», según la investigación del experto en políticas de vivienda Peter Malpass menos de la mitad de los residentes originales entraron a vivir en los nuevos diseños. A muchos el lento ritmo de producción (a principios de los años 1970 se construía una casa por cada cinco que se derribaban) y el descontento transmitido por los realojados en la experiencia piloto acabó apartándolos de Byker. Como consecuencia, contra todo esfuerzo de los planeadores, el barrio ha presentado durante años problemas de conflictividad social y abandono de los espacios públicos, que sólo un plan de medidas estratégicas municipales y su declaración como conjunto protegido en 2006 han podido paliar.

Si un aspecto reseñable de aquella actuación era la búsqueda por parte de Erskine de un orden reconocible en el conjunto, capaz de absorber una gran diversidad pero a la vez de subrayarse con cada gesto como forma de dar identidad al barrio, entre 1969 y 1974 Lucien Kroll dio un paso más allá al encargarse de la construcción de los alojamientos para la Facultad de Medicina de Lovaina. El Atelier Kroll pretendió con este experimento de participación directa consumar la desaparición del arquitecto como garante de la uniformidad del diseño. Toda una tradición arquitectónica, el hilo que recorre el Gesamtkunstwerk, del Unity Temple de Frank Lloyd Wright a la Bauhaus, la Casa Schröder, los detalles de Mies o los interiores de Saarinen, iba a deshilacharse en la expresión de las tensiones sociológicas, constructivas y formales de los estudiantes de medicina (y de arquitectura, y jardineros, y obreros, y espontáneos) de la rama francesa de la Universidad Católica de Lovaina.

Piazza central, Edificios de la Facultad de Medicina, Universidad de Lovaina, 1969-74

El aspecto casas colgantes de Cuenca que presentaron los edificios construidos, o el kitsch de la estación de metro también incluida en el proyecto, responden entonces al solapamiento y lucha entre los deseos de cada individuo como habitante-diseñador: cientos de tipos de materiales, puertas, ventanas, paredes, techos, suelos, jardines y hasta recubrimientos que se desparraman acometiendo la plaza, reinventándose en baldosas. El papel de los arquitectos se reduce aquí a su mínima expresión: coordinar, ser el agente que posibilita, gestiona e instruye en la construcción de espacios. Pero las limitaciones de este modelo, que obviamente padece acrecentados los problemas de consumo de tiempo y recursos de que adolecía Byker, pronto saldrían también a relucir. En su proyecto de alojamiento en la periferia parisina, Les Vignes Blanches, comenzado en 1978, tras unos agotadores dieciocho meses de reuniones con las cuarenta familias interesadas en participar, finalmente solo tres acabaron mudándose a las casas construidas, y solo una de ellas estuvo involucrada en el proceso desde el principio. El resto abandonaron por la lentitud y lo costoso del mismo, o de puro tedio. Lo paradójico es que Kroll, que quiere volver a asumir en este proyecto el papel de coordinador, no puede evitar imponer sus propias preconcepciones sobre lo que debe ser un barrio suburbano: complejo y variado como un asentamiento humano que hubiera crecido gradual y espontáneamente. De modo que cualquier sugerencia del cliente que avanzara en otra dirección sería desechada o filtrada hasta entrar por este molde asumido a priori. En sus propias palabras:

Si estuvieran con un arquitecto que simplemente obedeciera, que no les provocara, habrían producido algo mediocre.

Les Vignes Blanches, Cergy-Pontoise, Atelier Kroll

Prácticamente coincidente en el tiempo con La MéMé de Kroll es la experiencia de Giancarlo de Carlo en el Villaggio Matteotti en Terni, Umbria. El papel que asume el italiano, inmiscuido en las problemáticas del Team X desde sus inicios, nos aporta una alternativa a lo que venimos viendo. En este caso la metodología adoptada es la de plantear a los futuros habitantes un abanico de posibilidades dentro del cual elegir la que mejor se adapta a sus deseos. Aun tratándose de un sistema impuesto y cerrado, en este caso el condensar la propuesta habitacional en una serie de tipologías permite tanto la participación parcial como la posibilidad de reconocer una identidad a la vez individual y de la comunidad. Gran parte del valor de este proyecto reside en la reivindicación de la labor del arquitecto al trabajar las bisagras, tender los puentes metafóricos y literales entre los distintos tipos y agrupaciones, entre el cliente y su casa.

Villaggio Matteotti, 1968-74, Giancarlo de Carlo

En fechas más recientes, hace unos diez años el grupo de arquitectos chilenos Elemental construyó en Iquique, a través del programa Chile Barrio, el afamado conjunto de viviendas Quinta Monroy regenerando una zona degradada pero con alto valor del suelo. Para evitar el realojo de la población a zonas más alejadas y la especulación con el solar, Elemental apostó por una solución muy ajustada en precio y dimensiones, que contempla prácticamente como necesaria la ampliación de las viviendas por parte de los propietarios. Conforman de este modo una original propuesta bicéfala, en la que cada casa es mitad igual que las de los demás, mitad autoconstruida por su propietario. De nuevo, un año de reuniones con los inquilinos del campamento provisional preexistente sirvieron para tener en cuenta sus preocupaciones (aunque el derecho de determinar los aspectos estéticos y constructivos del conjunto parecen habérselo reservado los arquitectos), y tomaron decisiones vinculantes en el proceso de diseño, de cuyo desarrollo eran puntualmente informados. Otro aspecto bien atendido es que cada obra particular debe contar con la aprobación de vecinos y arquitectos, con lo que se aseguran cierto control sobre la aplicación de las reglas del juego, evitando situaciones como las ocurridas en el barrio PREVI años atrás. Todos estos aspectos fomentan la cohesión social del barrio, que a su vez se halla subdividido por plazas comunicadas entre sí según las etnias, familias, etc. que las habitan, tras un proceso de reparto consultado con todas ellas.

Quinta Monroy, 2003-4, Elemental

Si bien es cierto que al dotar a los habitantes de un soporte estructural para las extensiones el precio de estas ha sido mucho más reducido que el de la construcción subvencionada, lo que debe plantearse aquí es si bajo la bandera de la participación y el hazlo-tú-mismo se está renunciando a librar la batalla de la vivienda social de calidad, racaneando derechos cuya consecución sólo ha sido posible tras décadas de esfuerzos y experiencias. Solo el tiempo y los estudios sobre la población de Quinta Monroy podrán poner este modelo en su lugar.

Participar (I)

Oficina de la firma de Ralph Erskine en Byker, Newcastle, 1979

Todo edificio es una predicción y todas las predicciones son erróneas.

BRAND, Stewart ~ How Buildings Learn

Cuando en 1969 el arquitecto Philippe Boudon escribió su ensayo Pessac de Le Corbusier (traducido al inglés en 1972 como Lived-in Architecture: Le Corbusier’s Pessac Revisited), dio sustento metodológico a algo que ya flotaba en la profesión desde hacía al menos una década: que el tiempo de imponer una utopía arquitectónica racionalista a través de la vivienda social había pasado (1972, recordemos, es el año en que se demolió Pruitt Igoe). En su libro, Boudon relataba los encuentros con técnicos y habitantes de los Quartiers Modernes Frugès, construidos a mediados de los años 1920 por Le Corbusier a las afueras de Burdeos, proyecto de cuyo devenir se lamentaba el propio arquitecto, ya que los edificios habían sido radicalmente transformados por sus usuarios, ajenos en su mayoría a las supuestas bondades de una arquitectura moderna que se les presentaba en forma de cajas de zapatos. De modo que entre Arquitectura y Revolución, las conservadoras clases del mediodía francés, como no podía ser de otra forma, eligieron arquitectura, pero su arquitectura, llenándolo todo de molduras, ventanas pequeñas, tabiques, tejados y demás parafernalia. A tamaña herejía, sin embargo, años después Le Corbusier se referiría en términos sorprendentemente humildes:

La vida siempre tiene razón, el arquitecto es quien se equivoca.

Pessac, antes y después

Boudon no fue demasiado duro con él en su estudio, y es que al fin y al cabo en 1969 llevaba sólo cuatro años muerto; de hecho, destaca de las viviendas un hecho clave, y es que las ricas transformaciones graduales de los interiores habían sido posibles principalmente porque el proyecto tenía implícita una gran versatilidad, y habrían sido mucho más violentas en otro tipo edificatorio. El resultado ciertamente no está exento de un extraño atractivo, proveniente del hecho de que no es ni una creación artificial pura, ni un hecho vernáculo autoconstruido. Se encuentra en lo que llamamos, en relación con otras experiencias que pasamos a desgranar, en un grado 0 de la participación: no está contemplada como arma de proyecto, pero su actuación como fuerza creadora es imparable desde el momento en que se entra a habitar las viviendas.

Esta aparente necesidad natural de construirse (o reinventarse) uno su propio espacio vital, como modo de establecer lazos con el lugar, impulsó a lo largo de los años 1960 y 1970 una oleada de proyectos participativos en los que dar a los futuros usuarios capacidad de decidir sobre el resultado final que iban a habitar. Ya hemos hablado aquí de la iniciativa de N. J. Habraken y su libro de 1962 Soportes, precursor del movimiento Open Building que desde el ejemplo inicial de Molenvliet, Papendrecht, en 1974, cuenta con numerosas realizaciones en estas últimas cuatro décadas y goza de buena salud al menos como sustrato teórico para todo tipo de iniciativas de vivienda colectiva. Otra postura, esta radicalmente amoderna, era la que había adoptado Hassan Fathy para reubicar a los habitantes del pueblo de Gourna en Egipto entre 1946 y 1952. En lugar de construir cajas de vidrio u hormigón estilo suburbio parisino, Fathy contó con la colaboración de los habitantes para diseñar, en un lenguaje descaradamente vernáculo, viviendas con un funcionamiento climático envidiable decenas de años antes de que la sostenibilidad apareciera en el vocabulario de la profesión.

[Hoy, paradójicamente, el conjunto protegido por la UNESCO debido a su avanzado deterioro por falta de mantenimiento, corre alto riesgo de desaparecer sustituido por edificios como los que Fathy no quiso construir hace setenta años.]

Hassan Fathy, Nueva Gourna, 1946-52

Algún tiempo después, entre 1968 y 1969, se celebró un concurso internacional de viviendas sociales en Lima, Perú (PREVI), auspiciado por el Banco de la Vivienda de este país y el Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo. El acontecimiento ha pasado a la historia por el carácter experimental del asunto (se exigía el uso de materiales prefabricados y de bajo coste, así como la apertura de una asesoría para coordinar la participación ciudadana de cara a la definición de los diseños, algo que —oh sorpresa— nunca ocurrió), así como por la salomónica decisión del jurado, el cual decidió llevar a cabo las 24 propuestas presentadas que, construidas entre 1969 y 1973, conformaban un curioso crisol del momento arquitectónico. Lo cierto es que al barrio PREVI podría muy bien llamársele Pessac Revisited 2: With a Vengeance, ya que aunque es cierto que en muchas de las propuestas se preveían las futuras ampliaciones como algo natural en el sistema constructivo (al fin y al cabo, tanto las dimensiones como los servicios que ofrecían las viviendas entregadas eran bastante precarios), algunas de ellas se han demostrado realmente malas para adaptarse a las inevitables modificaciones de los usuarios. Las de Aldo van Eyck, por ejemplo, presentaban una arriesgada propuesta espacial dejando la cocina siempre en medio de todas las circulaciones de la casa, circunstancia que muchos de los inquilinos alteraron en cuanto tuvieron poder económico para ello. Un problema generalizado en los diversos modelos, salvo quizá el de James Stirling entre otros, fue que la ocupación de los patios supuso dejar sin luz natural un buen número de estancias. Esto, unido a la inexistencia de un organismo como la pretendida asesoría ciudadana que proporcionara directrices de diseño para las actuaciones, ha generado un paisaje tremendo en cuanto a provisionalidad y total falta de criterio urbanístico y estético, que es realmente un milagro que haya prosperado, en algunas zonas, hasta convertirse en animado centro peatonal y comercial.

Extraído del libro ¡El tiempo construye! El PREVI Lima

En esta dirección llegamos a la experiencia de Ralph Erskine en Byker, Newcastle-upon-Tyne. Bajo el lema «Byker para la gente de Byker», el gobierno conservador de la ciudad decidió encargar en 1968 al arquitecto inglés (que había desarrollado prácticamente toda su trayectoria en Suecia) el diseño de nuevos alojamientos para la población minera que hasta entonces había vivido en casas en hilera de finales del s. XIX o principios del XX. Erskine era un personaje pintoresco, mitad cuáquero mitad socialista, con un cargamento inagotable de ideas siempre sorprendentes —los que trabajaban en su estudio contaban que muchas veces, abrumados por sus continuas ocurrencias aun estando avanzados los proyectos, aprovechaban para terminarlos mientras él se encontraba fuera—, que creía en el valor de los procesos de participación para mejorar las condiciones de vida de la sociedad.

Erskine en Svappavaara

Escarmentado por anteriores experiencias en la construcción de asentamientos en el Ártico, en que los poderes locales habían recortado o reemplazado a su gusto los materiales y servicios previstos, dejando los proyectos descabezados, Erskine decidió abrir de inmediato una oficina local en Byker, precisamente en una antigua funeraria, para ejercer un control directo sobre la marcha de las obras y tener siempre a mano la opinión del barrio. Lo cierto es que The Architect’s Shop, como llamaron a este edificio con un globo pintado en la fachada al que se practicó una pequeña extensión, acabó por convertirse en poco menos que un centro social al que la gente acudía para planificar su futuro y realizar actividades comunes, hasta un nivel insospechado por los propios arquitectos. Ya fuera de forma voluntaria o imprevista, con el acto de establecerse allí Erskine puso el inmueble en la corta lista de los que se salvaron de la demolición, dándole de forma espontánea un carácter de antigüedad y monumentalidad del que el resto del barrio carecía en un principio; como resultado, aun permaneciendo vacío durante algunos años al irse los arquitectos, en 1987 los vecinos lo habilitaron para servicios de la comunidad. Los resultados de Byker pueden ser más o menos discutibles formal o socialmente, y se han escrito sesudos informes sobre el Modelo Byker, el famoso Muro y el vecindario interior, que sin duda cambió de carácter tras la reforma; pero no debe olvidarse su destacada posición en la línea de proyecto que venimos registrando en este artículo y pretendemos abordar hasta sus epígonos más recientes.

Clásico

Templo Malatestiano, Rimini, Leon Battista Alberti

Bienaventurados los hombres del pasado, que tenían sobre nosotros una gran ventaja: ellos no conocían el peso de la Antigüedad.

Atribuido a DIDEROT

En la primera mitad de los años 80, Peter Eisenman escribió dos artículos capitales para la arquitectura de nuestro tiempo, La futilidad de los objetosEl fin de lo clásico.

Con ambos aventuraba un modo de estructurar el mundo apenas atisbado de lo post-moderno como una metodología con sus propias normas de coherencia interna. Pero por esta misma razón Eisenman evita referirse explícitamente a su arquitectura como post-moderna, porque definirla en relación con un sistema anterior le restaría cualquier validez como investigación. También lo hacía como reacción al trabajo de buena parte de la profesión durante las últimas dos décadas, cuyos principios de actuación no habían ido en muchas ocasiones más allá del juego maniqueísta de asignar a lo moderno el papel del malo y contentarse con ofrecer lo contrario como si sólo por esto fuera automáticamente lo bueno. Así, donde la modernidad había repudiado el ornamento, la posmodernidad lo exhibía con alegría; donde el repertorio formal clásico había demostrado su obsolescencia, ahí se aplicaban para recuperarlo; donde el eclecticismo había sido dejado de lado, ya nos hacemos una idea.

El principal problema de esta visión, no se nos escapará, es que asigna el valor de una arquitectura (o más bien su no-valor) a algo que le es ajena; para los menos ambiciosos, una obra podía ser tanto mejor cuanto más no-moderna fuera. El interés de la postura de Eisenman está en darse cuenta de que este juego es mucho más antiguo de lo que realmente se pensaba. En general era un hecho aceptado entre los que se acogían al nombre del postmodernismo que la modernidad había constituido un hecho histórico innegable e ineludible: una ruptura brutal con el pasado, cuya existencia era imposible soslayar. Pero la profundidad de la brecha no se demostraba tal a los ojos de un análisis en términos de estructura profunda. De hecho, Eisenman trataba de demostrar metódicamente que desde el Renacimiento hasta entonces había existido una continuidad de pensamiento arquitectónico, caracterizada por la creencia nunca puesta en duda de que la arquitectura debe ser un paradigma de lo clásico: lo atemporal, lo significativo y lo verdadero.

Esta tríada ideal, que durante cinco siglos ha venido reconociéndose como el destino último de la arquitectura, no es sino la sombra de tres grandes ficciones: la de que debe representar un significado, la de que debe constituir una verdad dictada por la razón, y la de que debe aspirar a ser la expresión de su propio tiempo. Todas pueden rastrearse en la historia de la arquitectura desde el Renacimiento, apareciendo bajo distintos nombres o conceptos (orden, funcionalismo, abstracción; composición, diseño, cientificismo; historicismo, Zeitgeist). La devastadora conclusión nos la da el propio Eisenman: El resultado de considerar clasicismo y modernismo como parte de una sola continuidad histórica, «lo clásico», supone entender que ya no hay valores evidentes en sí mismos en la representación, la razón o la historia, que confieran legitimidad al objeto. Esto es, el gran simulacro de la arquitectura ha llegado a su fin. Nadie que siga planteando un objeto arquitectónico como funcional, racional o hijo del espíritu de su tiempo puede seguir siendo tomado en serio. El objeto, en nuestra época, está desligado de todo compromiso con el significado, la razón o el tiempo; sólo responde de sí mismo, es algo fútil.

Eisenman se pregunta entonces qué ejemplos puede haber en la historia que se hayan movido en los márgenes de esta marea de cinco siglos, en los que la tónica general ha sido el uso de la composición para generar la idea de orden que se pretendía representar. De este análisis intrahistórico postula la existencia de tres clases de objetos arquitectónicos: precompuestos, en los que no hay un planteamiento ordenador como tal pero sí se trabaja con estructuras formales reconocibles (como la simetría, adición, sustracción, etc.); compuestos, resultado de la superposición aditiva de varios tipos simples; y aquellos que tentativamente llama extracompuestos, que escapan aparentemente a los intentos por reducirlos a modelos clásicos o combinaciones de ellos, mostrando otros valores en su estructura. De estos últimos da dos ejemplos muy sugerentes: la Fábrica Fino de Scamozzi y los apartamentos Giuliani Frigerio de Terragni, en los que se apoya para proponer el importante concepto de decomposición.

La decomposición no es la simple manifestación de lo arbitrario o irracional, ni la conversión de lo simple en complejo; estudia las relaciones del objeto y el proceso y descubre en ellas valores negados por el clasicismo o la modernidad. El análisis decomposicional propone así una prometedora lectura a contrapelo de la historia, en busca de estos ejemplares que escapen a los modelos compositivos de cada época dados por descontado en tantas y tantas realizaciones arquitectónicas. Una objección que podría hacerse es que a priori la distinción entre la Fábrica Fino y el resto de la producción de Scamozzi o sus coetáneos es bastante artificial; cuesta creer que el arquitecto trabajara de un modo radicalmente distinto en este encargo respecto a los resultados basados en sucesiones de espacios a lo largo de ejes explícitamente compositivos como eran los que había producido durante toda su carrera anterior. Pero probablemente el análisis decomposicional no aspira a explicar sus hallazgos como anomalías dentro de un sistema de valores clásicos, sino como resultados parciales de la aplicación de normas propias a los objetos arquitectónicos estudiados en un marco mucho mayor y necesariamente ahistórico.

Esta es la manera en que Eisenman quiere que se interpreten sus primeros trabajos. Nos está diciendo: no estoy interesado en una arquitectura cuyo valor esté en ser la más cargada de significado, la más funcional o la que mejor responde al espíritu de su tiempo, porque no creo que ninguna de esas cosas sea más que una cortina de humo, un velo que cubre las cualidades intrínsecas al objeto arquitectónico y nos impide verlo con claridad y tal como en verdad es. Su investigación, magníficamente registrada en sus once Houses, es el duro camino del asceta que se da cuenta de que la única forma de llegar hasta lo esencial es descubriendo qué no lo es. Por eso destaca tanto el contraste con algunas de sus obras posteriores en las que estos férreos principios han hecho sitio a la aleatoriedad y la gratuidad.

Aunque estos planteamientos teóricos han ejercido una fuerte presión sobre la arquitectura contemporánea, en la que hablar de conceptos como significación, racionalismo o Zeitgeist parece algo anacrónico, hay una parcela a la que el arquitecto parece negarse a renunciar: aspirar a la transcendencia. Como reducto inconsciente de esa arquitectura magnificente que aspiraba a la comunicación, el orden y el progreso y que hoy nos parece tan pretenciosa, muchos nos obstinamos aún por que la arquitectura sea capaz de evocar, de transmitir o hasta de curar males. Quizá porque pensamos con velada nostalgia que es todo lo que nos queda de ese mundo que ya no ha de volver.

Acontecimiento

El discreto encanto de la burguesía

A mitad de la película, Bill Pullman es arrestado por el asesinato de su mujer y puesto en aislamiento en una celda. Por la mañana el vigilante mira a través de la puerta y ¡dentro no está la misma persona! Ahora hay un veinteañero. Los guardias de la prisión no se explican cómo pudieron intercambiarse en una celda cerrada, pero lo cierto es que no tienen ningún motivo para retener al chico. De modo que lo sueltan, y éste vuelve a «su» trabajo en un taller mecánico.

EBERT, Roger ~ Crítica de la película Carretera Perdida, 1997

Algunas obras de Kafka puede entenderse que funcionan bajo una curiosa premisa, la de presentar un acontecimiento inaudito, absurdo o imposible como un hecho. El ejemplo clásico es La Metamorfosis: el señor Samsa amanece un día convertido en un enorme insecto. Punto. No entramos en los pormenores de la cuestión, no sabemos siquiera de qué clase concreta de hexápodo estamos hablando. Simplemente lidiamos con la realidad de su ser insecto: es una historia que huye hacia adelante de un origen traumático que admitimos como axioma.

Un mecanismo similar puede leerse, desde una óptica diversa, en algunas películas de Buñuel. El cineasta español, sin embargo, juega la baza contraria: nos presenta un hecho cotidiano, natural y asumido como algo inaudito, absurdo o imposible. En El ángel exterminador, un grupo de comensales es incapaz de atravesar el umbral de la estancia en la que se han reunido; en El discreto encanto de la burguesía, miembros de la clase acomodada son incapaces de sentarse a la mesa a cenar, siendo interrumpidos por las más variopintas situaciones; y en Ese oscuro objeto del deseo un hombre es incapaz de consumar su obsesión por una muchacha pese a las aparentes facilidades. Por supuesto, en los tres casos la consecución del acto largamente perseguido supone de modo más o menos literal el fin de la película.

Aún podemos aventurar un tercer enfoque en esta clasificación artificial: el de aquellos trabajos en que cierto hecho, ora cotidiano ora inaudito, supone un punto de no retorno en el desarrollo de la historia. No nos estamos refiriendo al tradicional clímax o anticlímax, o a recursos parecidos, sino a momentos en que la historia se vuelve del revés, en que una acción se constituye en el horizonte de sucesos para dejar paso a reglas nuevas, ajenas o asimétricas a aquellas con las que nos hemos estado familiarizando. La película El mago de Oz es uno de los ejemplos más famosos, haciendo uso del color para marcar la cisura entre dos mundos diametralmente opuestos. En otros casos puede ser algo mucho más sencillo lo que desate el nudo de los acontecimientos: en el film de Lynch Mulholland Drive, la apertura de una caja azul pone patas arriba el ritmo y percepción temporal de lo que hasta entonces había sido una historia bastante lineal.

No estamos queriendo decir, ni mucho menos, que esta sea la interpretación general de dichas obras, ya que en ellas, precisamente por su reconocida valía, puede tirarse de otros muchos hilos. Pero sí nos gustaría resaltar de estos ejemplos el valor que el acontecimiento tiene para cualquier trabajo intelectual, ya sea como ineludible punto de partida, como objetivo que mantiene la tensión narrativa o como punto de ruptura de la misma. Por todos estos motivos, reivindicamos su pertinencia en arquitectura y rastreamos la historia en busca de estos momentos singulares de los que extraer consideraciones de interés.

A nuestro juicio, uno de esos puntos de inflexión es la propuesta de James Stirling para el Centro Cívico de Derby en 1970. Hay que convenir con Rafael Moneo en que la obra del arquitecto escocés refleja mejor que casi la de cualquier otro los derroteros de la arquitectura internacional en las décadas en que ejerció la profesión (de 1950 a 1992); y es que podemos advertir en ella las pulsiones de varias épocas y corrientes, desde el fervor inicial por los maestros —especialmente Le Corbusier— pasando por los coqueteos con el brutalismo, el constructivismo, la prefabricación modular, el historicismo y todo tipo de tics posmodernistas y hasta el high-tech. Stirling se había ganado un nombre en la práctica con su espléndido edificio para la Universidad de Leicester, en el que aunaba las enseñanzas de la modernidad asentada con su maestría en el uso de la sección y el vidrio, construido entre 1959 y 1963.

Un vistazo a sus trabajos de los años siguientes deparará interesantes sorpresas, como la residencia para estudiantes de la Universidad de Saint Andrews, en Escocia, o el asilo de ancianos Perrygrove, en Londres, este aún junto a su colega James Gowan. Pero en el proyecto para Derby, ya en 1970, uno simplemente está ante un arquitecto distinto. El hecho diferencial es sobre todo que su bagaje tectónico y espacial ha dejado de ser el centro del discurso per se; ahora serán herramientas bien aprovechadas para contar una historia más amplia, que escapa a la propia arquitectura y que ésta sólo aspira a sugestionar. De pronto, un moderno de libro se permite alusiones a galerías victorianas y retazos literales de pasado, como la enigmática fachada a la que se otorga un papel central en la composición, volcada 45º, a medio camino entre la vertical y la horizontal. No  creemos exagerar un ápice si decimos que en estos dibujos están los entresijos de lo que significa la posmodernidad, en muchas de sus acepciones.

Generalmente se ha venido admitiendo que buena parte de este viraje en la obra de Stirling se debe al paso por su estudio de Léon Krier, quien habría aportado los valores historicistas y narrativos al discurso arquitectónico del escocés. Fuera o no exactamente así, en cualquier caso asistimos a un salto al vacío sin precedentes, sin el cual no es posible entender buena parte de lo que luego veremos durante los años 70 y 80, y cuyo discurrir puede decirse que culmina en la autodestrucción de la arquitectura que hegelianamente se mira sobre sí misma en Stuttgart, y sobre todo en Berlín, para hacerse autoconsciente. Lejos de ser una parodia, el Centro de Estudios Sociológicos de Berlín es el resultado inevitable de los presupuestos posmodernos de autores como Venturi y Eisenman, y por tanto, y a su propio modo, otro horizonte de sucesos para la historia de la arquitectura. Y es que el único paso más allá de plantear un edificio a base de una Basílica, un Teatro romano, un Palazzo renacentista, una Torre ochavada carolingia y un Castillo normando es, efectivamente, hacer un edificio que sea una Basílica, un Teatro romano, un Palazzo renacentista, una Torre ochavada carolingia y un Castillo normando; en cuyo caso los valores de la historia, la razón y la arquitectura se anulan mutuamente y dejan de tener sentido.

Que aquí la arquitectura se ha constituido en narración, tanto de su intrahistoria como de toda una multiplicidad de realidades, se comprenderá fácilmente si nos retrotraemos a los primeros proyectos mencionados; si aquellos hablaban sobre todo de sí mismos, aquí se nos habla de historicismo, de ciudad collage, de pattern, de hipervínculos, de literalidad y de un sinfín de otras historias que serán contadas en otra ocasión.

Complejidad

[En la filosofía universitaria] con frecuencia también se aplica una artimaña cuya invención se puede remitir a los señores Fichte y Schelling. Me refiero a la artimaña pícara de escribir de una manera oscura, esto es, incomprensible, en lo cual la verdadera sutileza estriba en disponer de tal modo su galimatías que el lector crea que es culpa suya si no lo entiende; mientras que el autor sabe muy bien que es por culpa suya, pues no tiene nada que comunicar. […] Alentados por estos ejemplos, casi todo escritorzuelo miserable ha intentado desde entonces escribir con afectada oscuridad, para que parezca como si no hubiese palabras que pudiesen expresar sus elevados o profundos pensamientos.

SCHOPENHAUER, Arthur ~ Parerga y Paralipómena

Decir que la arquitectura es una de las disciplinas más intrincadas y difíciles de ejercer con brillantez es algo que creemos que no descubre nada nuevo; no obstante, nunca está de más ponerlo de manifiesto, sobre todo para aquellos legos en la materia que puedan dejarse llevar por la fatuidad de las arquitecturas que más salen a la palestra en los medios públicos, los variopintos personajes y la parafernalia que las rodean, amén de lo abstruso o gratuito de muchos de los discursos teóricos que las acompañan. Basta pensar en la casa unifamiliar más sencilla: debe poder sostenerse por sí sola, salvaguardar al propietario de la intemperie dándole el máximo confort posible, irrenunciables cualidades estéticas, proveerle de agua corriente, luz, gas, acceso adecuado a la red eléctrica, evacuación de aguas, ventilación y luz natural suficientes, y un largo etcétera; cuestiones todas que el arquitecto ha de tener en cuenta para su concepción y su elaboración hasta el último nivel de detalle. Si además subimos en la escala de trabajo, desarrollando la propuesta de un edificio, obra, intervención, etc. más complejos, se trata de una tarea que excede con mucho las capacidades de una sola persona.

De este modo, tendría todo el sentido asumir que la complejidad es una de las características inherentes a la profesión: complejidad de manejar los tiempos, los espacios, las formas, los materiales, los usos, para alcanzar un todo coherente y que establezca una conexión consciente con las circunstancias de su época y su contexto. La respuesta de los arquitectos frente a esta realidad del proceso arquitectónico, sin embargo, ha oscilado por lo general entre dos términos relativamente opuestos.

Hay épocas en que la tendencia es a operar sobre la base de un sistema al que se otorga el valor de una cierta estabilidad: así, el arquitecto dispone de unas herramientas que se dan por correctas para proporcionar la solución global de cada proyecto, mientras los problemas más localizados, una vez resuelto el esquema general de actuación, pueden ser enfocados de manera más sencilla. El Renacimiento es claramente uno de estos períodos: la asunción de los órdenes clásicos como solución universal de la relación entre arquitectura y usuario crea un marco de actuación en el que, si uno hace un uso adecuado de estas normas cuya validez se tiene fuera de toda duda —debido al principio de autoridad que emana de su utilización en las civilizaciones clásicas—, alcanza a conformar una pieza que satisface directamente lo que la sociedad espera de ellas.

Aunque pueda parecer contradictorio, la obra de los maestros de la arquitectura moderna —Mies Van der Rohe, Le Corbusier, Walter Gropius…— presenta una solución al problema de la complejidad en la línea del artista total renacentista (un hecho puesto de relieve entre otros por Eisenman al evidenciar el clasicismo implícito en la arquitectura de la modernidad): dotando a sus proyectos de una solución holística, generan un sistema que, digámoslo así, hace parecer fácil aquello que es inabarcablemente difícil. El problema de la complejidad se da por descontado: el trabajo encomiable del arquitecto es entonces el de impregnar con una idea global el caos de procesos, imputs proyectuales, sistemas y elementos que se superponen y entran en contradicción entre ellos en toda obra arquitectónica. Esta idea orgánica, sencilla sólo en apariencia, consigue laminar las diferencias antes mencionadas creando así una experiencia asumible para el usuario, que de otro modo se vería abrumado por la vorágine de la vida moderna.

Es sobre este punto que la teoría posmoderna ha basado gran parte de la crítica a su predecesora: a fuerza de enmascarar la complejidad bajo un sistema ajeno a la naturaleza de los procesos de la realidad, aquélla ha podido producir sólo monotonía, tedio, repetición, hastío. Paradójicamente, a causa del inmenso esfuerzo invertido en hacer de lo real algo racional y funcional, lo que ha acabado consiguiéndose es hacer de ello lo común, lo esperado. La arquitectura moderna ha banalizado la complejidad. En palabras de Robert Venturi: menos no es más, menos es aburrido [less is a bore]. ¿Cuál es, entonces, la alternativa? Antes hemos dicho que la historia de la arquitectura, como podría aducirse en todas las artes, oscila entre dos momentos: el primero, cuyo hilo hemos ido siguiendo, viene guiado por una voluntad de oponerse a la complejidad, de buscar la salvación en un modelo cuya validez viene asumida desde fuera, bien otorgada por el pasado (Renacimiento) o por una lógica racionalista-funcionalista (Modernidad).

La alternativa a omitir la complejidad es asumir la complejidad. Aceptar el hecho de que la arquitectura se compone de incontables aspectos entrelazados y contradictorios, y no sólo eso, sino ponerlo de manifiesto: no escoger una única solución correcta, sino proponer dos o más posibles y hacer ver sus conflictos. No blanco o negro: blanco y negro, y a veces gris. Según la visión posmoderna, sólo así puede reflejarse fielmente lo que de otro modo queda sobreseído en favor de una malentendida claridad.

A lo largo de la historia, entonces, este tipo de mentalidad ha surgido siempre que la anterior ha llegado a un punto de agotamiento (y viceversa); cuando la belleza del orden clásico se convirtió en repetitiva, cuando la arquitectura de Bramante se convirtió en lo que se esperaba, fondo en lugar de frente, surgió, imbuida del espíritu de la Contrarreforma —que exigía una nueva arquitectura capaz de entusiasmar y epatar a las masas, única forma de hacerlas volver al redil católico—, la riqueza de la experiencia barroca, la voluptuosidad de las formas, la exuberancia como necesidad. (Aunque el péndulo volvió a oscilar y esta época fue considerada por la posterior puridad neoclásica como una de injustificables excesos).

Entonces, si la arquitectura posmoderna entronca con esta tradición barroca —la cual acepta y a veces incluso referencia, simula o copia conscientemente— y ese espíritu de complejización inherente a ciertas etapas de la historia, ¿por qué ha sido y sigue siendo tan denostada? Las respuestas son múltiples, pero seguramente una de las de más peso es que asumir la complejidad y explicitarla gratuitamente son cosas muy distintas. El posmodernismo ha confundido en muchas ocasiones contradicción con contraposición, yuxtaposición con acoplamiento y simultaneidad con caos. El modo de dar visos de realidad a lo que con buen criterio se defendía en el plano teórico ha variado, sin solución de continuidad, desde lo kitsch hasta la simple falsificación de lo tradicional, cuando no a la abstracción más deprimente. Donde puede contarse con un sustrato teórico amplísimo y una diversidad de temas desarrollados poco comparable en la historia de la arquitectura, puede igualmente decirse que su producción material es, cuanto menos, decepcionante. Quizá la causa sea que, como las casas experimentales de Eisenman o las poesías dibujadas de John Hejduk parecen querernos decir, el plano en el que la posmodernidad se mueve a gusto no es ciertamente uno tridimensional, sino aquel que asume como innegociable la presencia del tiempo.

Colocar

Imagen

Acción espontánea

La palabra colocar viene en última instancia del latín locus, un término que ha sido empleado en estudios sobre lo urbano para significar lo que el lugar tiene de propio y distintivo. Colocarse es, por tanto, insertarse en una realidad previa que cuenta con sus propias reglas. De entre las acciones en la ciudad, es además una de las que nos es más connatural: colocar la mercancía, colocarse uno mismo, viendo y dándose a ver, entrando en un juego de relaciones con el espacio público que nos rodea. Una acción tanto más propia de climas cálidos como el nuestro, en que se convierte incluso en una necesidad. Es como si sintiéramos la compulsión de ocupar el espacio que nos es más cercano, de colocarnos en él y llevarlo a una escala más menuda, como si una suerte de horror vacui recorriera nuestras ciudades y nos obligara a llenarlas de bártulos, efigies, altarcillos y tenderetes.

 Imagen

Colocarse en el espacio público, tras pasar ese primer estadio de espontaneidad, se convierte pronto en una acción muy intencionada: por ejemplo, resulta que en Piazza Borghese, en Roma, la disposición de todos los tenderetes es tal que la fachada del famoso palacio que da nombre a la plaza permanezca siempre como fondo de todas las miradas; y que el espacio que abraza la iglesia de San Lorenzo, en Florencia, queda claramente subdividido por la disposición del mercado callejero en uno de mucha menor escala, que absorbe todo el tránsito y bullicio, dejando otro mucho más diáfano en el que la iglesia puede adquirir, imperturbada, todo el protagonismo.

 Imagen

Acción mínima

Lo más valioso, a mi juicio, de este tipo de procesos es el momento en el que empiezan a complejizarse, cuando lo colocado interacciona con el lugar despertando nuevos usos y posibilidades que necesitaban sólo de una chispa para arrancar. No es tan importante entonces el propio objeto colocado sino más bien lo que éste pone de manifiesto o genera a su alrededor. Así, puede suceder que la presencia de una higuera en pleno centro de Roma cree las condiciones propicias para que gente de toda la ciudad despierte su pasión por el ajedrez. El árbol ofrece toda una variedad de matices que posibilitan el adecuado desarrollo de la partida: regula la luz y la sombra, cobija en verano y deja que los rayos del sol calienten en invierno, cuando todas las hojas han caído. Pero sobre todo otorga al lugar una identidad, un carácter propio y reconocible: en Roma, todo el mundo sabe que el Piazza del Fico es donde se juega al ajedrez. Algo parecido debió tener en mente Aldo van Eyck cuando condujo su programa de parques infantiles en Amsterdam tras la Gran Guerra: los niños estaban ahí, los vacíos estaban ahí y sólo hacía falta colocar los elementos necesarios para posibilitar el juego.

 Imagen

Quiero recalcar esta idea de acción mínima que el colocar conlleva porque, a diferencia de otras formas de actuación u ordenación que pretenden controlar cada aspecto del espacio público, en este caso se trata de confiar en la capacidad de un gesto para alterar la realidad sin intervenirla, casi por ósmosis. En uno de los más famosos ejemplos de la historia, Martín Lutero al colocar sus 95 Tesis en la puerta de una iglesia en Wittenberg no estaba cambiando ni la plaza ni la Iglesia, pero estaba despertando la conciencia ciudadana que lo haría posible.

 Imagen

Acción intencionada

Vemos entonces que la inclusión de un elemento en la ciudad suele tener detrás una clara intención: por ejemplo durante el siglo XVI se puso de moda colocar cruces en determinados lugares para evitar que se convirtieran en vertederos. Podéis imaginar lo que ocurría: al día siguiente de colocarlas, las cruces amanecían llenas de basura. Tal fue así que la Iglesia acabó prohibiendo la práctica por la mala imagen que les daba. Tendrán tendencia a perdurar, sin embargo, otras actuaciones que confíen en la potencia del gran gesto, como la ordenación de la Alameda de Hércules por el Conde de Barajas, que en 1574 colocó estas dos famosas columnas traídas desde la calle Mármoles y plantó varias hileras de álamos, drenando lo que hasta entonces había sido una laguna pestilente para convertirla en el lugar de recreo por excelencia de la ciudad.

 Imagen

Cuando en 1744 el papa Benedicto XIV coloca una gran cruz en el centro del Coliseo y poco tiempo después lo declara consagrado a los mártires cristianos, es plenamente consciente del poder de este simple gesto para alterar el uso de aquel espacio. En unos pocos años, un edificio que iba camino del derrumbe o de los proyectos de reutilización más variopintos, se convierte en lugar de peregrinación y monumento nacional.

 Imagen

Acción pública

Las posibilidades que ofrece el simple hecho de colocar un objeto en un espacio público no han pasado entonces desapercibidas para artistas o arquitectos. En un ejemplo que nos es bastante cercano, Santiago Cirugeda proponía la satisfacción de unas necesidades desatendidas por la administración mediante la colocación de elementos de presencia tan cotidiana como son los contenedores, sólo que aprovechando toda una gama de posibilidades que hasta entonces habían permanecido latentes.

 Imagen

Siguiendo unas pautas similares, en 2009 el colectivo Zoohaus junto con la artista alemana Susanne Bosch colocaron en pleno corazón de La Latina, en Madrid, lo que ellos llamaron “hucha de los deseos”. La idea, probada ya en otros países de Europa, es que los vecinos depositen en ella las monedas de curso legal anterior al euro que todavía posean, a la vez que escriben un pequeño deseo que también introducen, a cuya satisfacción supuestamente se destina lo recaudado. A juicio de los autores, la “hucha de los deseos” funciona como un índice de la implicación ciudadana porque según la cantidad de monedas que se inserten, la iluminación es más o menos intensa. Además, frente a un mobiliario urbano convencional, que es resolutivo y aclarador, la hucha sería un “mobiliario controversia”, al generar interacción social, participación pero también conflicto.

Imagen

Algo parecido experimentan también cuando en 2010, como parte de La Noche en Blanco en Madrid, convierten una simple cuba en una caja de resonancia de las voces ciudadanas: entrando en el juego uno puede oír lo que otra persona tiene que decir, sin prejuicios, sin saber quién es. A veces lo más interesante de entender una actuación urbana como un colocar, es que el objeto colocado es susceptible de ser puesto a prueba: como no se le supone carácter de permanencia, puede darse por fallido o demostrar su valía en sus segundas vidas, siendo reclamado en otros espacios donde aún pueda ser de utilidad.

Imagen

La ponencia Colocar participó en la 16ª edición de Pecha Kucha Night Sevilla, llevada a cabo en la Fundación Valentín de Madariaga como parte del curso Acciones Comunes. Miradas e intervenciones urbanas desde el arte y la arquitectura.

Sustraer

Imagina un edificio que consiste en espacios regulares e irregulares, donde las más importantes partes del edificio constan de una ausencia de edificio. Lo regular aquí es el almacenamiento; lo irregular, salas de lectura, no dibujadas, simplemente excavadas.

KOOLHAAS, Rem y MAU, Bruce ~ S, M, L, XL

La palabra sustraer tiene desde la antigüedad dos significados: de un lado «sacar, extraer, retirar»; del otro, inevitablemente, «hurtar, celar». En efecto, en arquitectura el sustraer siempre tiene algo de subrepticio. Un muro que se horada, una pieza que se excava, una caja que se vacía, hurtos en definitiva. La clave está entonces en que el buen arquitecto, en palabras de Alejandro de la Sota, da liebre por gato: a cambio del material que se retira y de la información que se oculta, se gana algo mucho más preciado, en definitiva aquello que hace posible la experiencia de la arquitectura: el espacio.

El espacio arquitectónico reclama un vacío en el mismo momento en que se produce: lo toma para sí, se amolda a su forma y se hace corpóreo, denso. En proyectos como el concurso de la Très Grande Bibliothèque para París, de OMA, este fenómeno se expone de forma literal. En la maqueta del estudio de Rem Koolhaas lo que se ensambla, lo que es matérico, es el vacío: las distintas bibliotecas dentro del conjunto adquieren un carácter propio e individual por el hecho de ser lo otro del fondo, de la envoltura abstracta de las cosas construidas. Este manifiesto sustractivo tiene correspondencia en otros trabajos recientes de grandes firmas, por ejemplo en la serie de proyectos desarrollados por Steven Holl en la última década explorando las posibilidades del concepto de esponja, entre ellos especialmente el Simmons Hall en la MIT y aquél otro irrealizado en Nanning, China. En ambos casos se trata, con mayor o menor suerte, de poner en crisis una idea de arquitectura como capas apiladas impenetrables, a base de centrar el esfuerzo creativo en las porosidades que rompen estas geometías y fluyen aparentemente exoneradas de las reglas impuestas a lo ocupado.

En nuestra cultura transpira esta idea de que el vacío significa libertad; no en vano la plaza es el espacio público europeo por excelencia, con mayor motivo cuando el resto de la ciudad es abigarrada y está sobreexplotada por la edificación. En este marco de existencia, como magistralmente advirtió Nolli en su plano de Roma de 1748, los monumentos, al ser accesibles a la población asumiendo determinados rituales, están constituidos esencialmente de vacío; o si se quiere, del mismo material que llena las plazas y las calles y que convierte en lo otro al tejido residencial, que se define entonces por su negatividad, su no ser accesible, no ser vacío.

En efecto, en obras como las de Donald Judd vemos claramente esta capacidad de lo ausente para ocupar un lugar: no se trata de una serie de elementos iguales separados por intervalos desocupados, sino que la obra es un continuo, compuesto tanto por la materia tangible como por el espacio que la separa. Otra propuesta reciente, la serie fotográfica Residente Pulido del venezolano Alexander Apóstol, pone de manifiesto precisamente por su eliminación el papel clave que tienen los vacíos en nuestras ciudades y en nuestras casas. Ciertamente, al sustraer a las edificaciones aquellas perforaciones, aquellos umbrales entre interior y exterior, éstas quedan detraídas de todo significado, ajenas a nuestros esfuerzos por interactuar con ellas. Percibimos la materia sólo como contrapunto de la nada. Un ejemplo extremo podría ser el de la polémica obra de Chillida ideada para el monte Tindaya, abatida y rescatada según la época y la dirección en que soplan los vientos, y en la que la intervención consiste precisamente en aportar un vacío, un espacio interior donde lo que hay es una masa impenetrable.

En esta concepción de espacio que se da la vuelta como un calcetín, quedan desdibujados los límites entre el interior y el exterior. La maestría del arquitecto está entonces en la gestión de este discurrir, en la creación de una promenade. Sustrayendo información, alterando las preconcepciones de la sociedad, el buen arquitecto se guarda siempre un as bajo la manga; permite que el usuario adquiera la revelación sólo con cuentagotas, haciendo que sea el propio hecho de recorrer cada espacio lo que le dé sentido al conjunto. Ejemplo icónico de este proceso es la Biblioteca de Estocolmo, de Erik Gunnar Asplund: para alcanzar la gran cúpula central, cuyas formas se advierten ya desde el exterior, el lector debe siempre ascender, como si de un Dante se tratara, primero por la gran escalinata externa, luego atravesando el vestíbulo y por último subiendo el estrecho vomitorio que por ello mismo resalta la magnificencia de la sala de lectura. Un juego de anticipaciones, de ocultación y revelación, un ritual iniciático que ya se advierte en toda su fuerza en la sección de entrada al Cenotafio de Newton de Étienne-Louis Boullée, y en grandes obras de la antigüedad basadas en la necesidad de atravesar una sucesión jerárquica de espacios para llegar al corazón del edificio y desentrañar sus secretos.

Este corazón al que hemos hecho referencia no es sino un vacío sustraído a la materia del edificio, que al exterior se presentará sin embargo masivo, desafiante, tan hermético incluso como la fachada de la Morris Gift Shop de Frank Lloyd Wright, tras la cual sin embargo se desarrolla todo un mundo interior que se mira a sí mismo y se desarrolla siguiendo una espiral que se dice sirvió de prueba para aquella otra que cambió la museística y la arquitectura para siempre. En estos edificios el espacio se cincela, es sustracción en el sentido más literal; como un Buonarroti que deja inacabado el Prisionero despertándose, el arquitecto se retira a tiempo en su tallar la materia: lo suficiente para que la luz haga su trabajo y convierta el vacío en espacio.

Reproducción

Pensé que había llegado la hora de reconsiderar el propio hecho de admirar las esculturas al aire libre, ya que ello presupone campo abierto y árboles y luz solar, un malentendido muy tenaz: como si el arte tuviera más que decir (o lo dijera más amablemente) en un entorno natural (en este caso, con la forma de un parque victoriano). Pero los Caro, King y Turnbull se comportan muy bien sin su agraciada presencia, ya que hoy en día el arte es singularmente autónomo. Es, de hecho, especialmente urbano en esencia; a menudo sorprendente y provocador. Si habla de la naturaleza de algún modo es a través de la metamorfosis, pero de lo que habla en primera instancia es de sí mismo.

VAN EYCK, Aldo ~ Pavilion Arnhem: A place for sculpture and people

En el verano de 1966 se produjo en Holanda un hecho asombroso.

En el Park Sonsbeek de la pequeña ciudad de Arnhem se estaba inaugurando un pabellón efímero para esculturas a cargo del arquitecto Aldo van Eyck. La construcción se erigía exactamente en el mismo lugar que había ocupado once años antes otra para el mismo propósito, obra de un maestro de la generación precedente, Gerrit Rietveld.

Con la peculiaridad de que el pabellón anterior seguía existiendo.

Para hacer esto posible, había surgido a principios de los años sesenta todo un movimiento a favor de la reconstrucción de la estructura diseñada por Rietveld, encabezado por amigos, colegas de profesión y empresarios con gran peso en la industria holandesa. La razón para rescatar esta obra perdida en los vaivenes del tiempo era ni más ni menos que honrar a toda una insignia de la arquitectura moderna en los Países Bajos, un participante de los primeros CIAM y el creador de uno de los emblemas de la modernidad, la Casa Schröder, construida en 1924 y hoy patrimonio de la UNESCO.

De modo que el pabellón fue montado de nuevo pieza a pieza e inaugurado en el verano de 1965, finalmente como homenaje póstumo —ya que el autor había fallecido el año anterior, precisamente poco después de haber indicado el emplazamiento de la reconstrucción.

Señálese «el emplazamiento de la reconstrucción».

Efectivamente, mientras la V Exposición Internacional de escultura se celebraba en Park Sonsbeek y Wiek Röling escribía su artículo en Museumjournaal sobre el pabellón de Van Eyck, la fidedigna reconstrucción de la obra de Rietveld esperaba a doce kilómetros de allí, en Otterlo, en un lánguido claro del jardín escultórico del Museo Kröller-Müller, para atraer a interesados en la arquitectura moderna de todas las procedencias.

Resulta aún más sorprendente saber que cuarenta años después, en el verano de 2006, la versión remozada del pabellón de Van Eyck a cargo de su viuda y de Abel Blom, estrecho colaborador, correría a hacerle compañía en otro claro de los jardines ante el éxito cosechado por su hermano mayor. Y de nuevo con el creador ya fallecido consultando aspectos de la reconstrucción antes de su muerte.

[Wiek Röling, autor de uno de los dos pabellones de 1986, el único año en que volvieron a construirse con motivo de la Exposición Internacional de Sonsbeek, murió en julio de 2011. Su viuda ya ha iniciado la campaña de donaciones para la reconstrucción de su Pabellón Flotante.]

El pabellón de Rietveld hace patente, a través de sus paredes desnudas, estructura al descubierto y planos colgantes, la vigencia de unos planteamientos que él mismo se había señalado al iniciar su carrera arquitectónica treinta años antes como miembro colaborador de De Stijl. Pero a un nivel más profundo, el pabellón no sólo habla de la arquitectura neoplástica o funcionalista, sino que es un testimonio, una memoria del propio trabajo de Rietveld, de su experiencia acumulada en el ejercicio de la arquitectura y que éste ofrece a Holanda en la forma de un pequeño edificio que va a ser demolido pasado el verano. El Rietveldpaviljoen constituye las memorias no escritas de Rietveld.

El hecho de que los arquitectos y empresarios holandeses promovieran la reconstrucción de este edificio como monumento a su obra hace patente este carácter del pabellón de conexión personal entre arquitecto y arquitectura. Pero lo que no parecieron entender los promotores, o no pudo o quiso explicar Rietveld antes de fallecer el año previo a la reinauguración, es que ésa era una obra sencilla, construida al modo de un fabricante de muebles, entregada para verla desaparecer, y no una estructura capacitada para registrar el paso de un tiempo que ya estaba implícito en su generación. De este modo, el pabellón reconstruido no puede ser sino un muñeco de cera desprovisto de toda capacidad de referirse a un tiempo actual que no le pertenece y ante el que reacciona mal, ajándose y obligando a continuas reparaciones y hasta una nueva reconstrucción integral.

El Van Eyck-paviljoen sí se presta a una reconstrucción, al menos desde el punto de vista físico de los materiales, al estar constituido por muros firmes de bloques de hormigón. No obstante, fue deseo del arquitecto que las inclemencias de la intemperie dejaran su marca sobre los materiales (escribió que según llovía sobre el pabellón, las cosas que él pretendía se veían reforzadas), lo que dio a sus muros desnudos y sencillos un cierto aspecto de Arte Povera.

De cualquier manera, si su reconstrucción puede apoyarse en una justificación razonable, el precio a pagar no puede ser la pérdida de la cubrición original alterando tanto la percepción de la luz como la del espacio en su globalidad. De este modo, en el pabellón reconstruido se da la paradoja de que, si bien puede que represente a Van Eyck y su aportación a la arquitectura y a Holanda, desde luego no se representa a sí mismo.

A este nivel de referencialidad, cualquiera de los dos pabellones constituye un ejemplo sobre el que basar una teoría de la reproductibilidad de la arquitectura. ¿Es la arquitectura móvil o inmóvil en el espacio y en el tiempo? ¿Ocupa la arquitectura un lugar fijo, pertenecen los pabellones a una época determinada a la cual se encuentran anclados y a la que sólo cabe aproximarse como un historiador clásico recopila sus retazos del pasado? Más bien estamos con Josep Quetglas en que la historia de la arquitectura no es una vía de ferrocarril que recorremos en sentido inverso y en la que uno se va encontrando, varadas, las obras de cada tiempo, sino que todos los proyectos son objeto de actualidad, todos son susceptibles de volcar su experiencia en el presente para fundamentar una nueva historia, tal y como lo expresaría el mismo Van Eyck.

De lo que debe desligarse esta idea de permanencia absoluta, de constitución de memoria de la experiencia, es de una reducción a la mera permanencia física de los objetos. No tienen más vigencia hoy los pabellones de Gerrit Th. Rietveld y Aldo van Eyck porque se los pueda contemplar en persona —a ellos o a su versión remozada— sino porque uno puede, más de cincuenta años después, abordarlos con ojos de investigador novel y leer en ellos, con letra firme y sentida, el alma de sus autores y la historia de la arquitectura.

Esta entrada contiene fragmentos del ensayo El interior del tiempo y otros recuerdos, redactado para la ETSA de Sevilla en febrero de 2012.

Interrupción

Roma Interrotta, 1978

La ciudad es un lugar artificial de la historia en el que cualquier época (cualquier sociedad capaz de diversificarse de su precedente) intenta, mediante la representación de sí misma, lo imposible: simbolizar aquel momento determinado, más allá de las necesidades y de los motivos contingentes por los que los edificios fueron construidos.

AYMONINO, Carlo ~ El significado de las ciudades

Piero Sartogo                                    Costantino Dardi                                   Antoine Grumbach

James Stirling                                     Paolo Portoghesi                                    Romaldo Giurgola

Robert Venturi                                        Colin Rowe                                              Michael Graves

Léon Krier                                                Aldo Rossi                                                         Rob Krier

fueron invitados a participar en 1978, en el marco del ciclo «Incontri internazionali d’arte», en la muestra Roma Interrotta. La premisa, que cada uno de estos arquitectos presentara no una propuesta urbanística, sino una serie de ejercicios de imaginación en paralelo a la Memoria, en palabras de Giulio Carlo Argan. La base era igual para todos: el renombrado plano de Roma elaborado por Gianbattista Nolli en 1748, y a cada uno de ellos le fue asignado un sector del mismo para que sobre él desarrollara una hipótesis tan interesante como desconcertante, la de ver qué otros derroteros podría haber seguido Roma desde entonces. El propio enunciado de la propuesta llevaba implícito un axioma, de extendida aceptación incluso hoy: el de que todo lo realizado desde 1748 hasta 1978 en la ciudad, todos esos palazzi de color crema, los barrios burgueses sin espacios públicos propiamente dichos, los quartieri obreros construidos con malos materiales y peores métodos, los pocos y mediocres ejercicios de arquitectura monumental, todo eso valía menos que nada. No merecía la pena detenerse en ello, había llegado a un punto de decadencia tal que no tenía (tiene) cura. Sólo trabajando desde el pasado, en una dimensión que, escapando al alcance de lo real, podía infiltrarse en él y cambiarlo renovándolo con el ejemplo de lo antiguo, tenía sentido plantearse este tipo de ejercicio.

Lo sorprendente es que no era la primera vez que se proponía una aproximación de esta índole sobre la ciudad de Roma. Con la diferencia de que en aquella ocasión, más de doscientos años antes, quien la había llevado a cabo era un solo hombre: Giovanni Battista Piranesi.

Gestada entre 1757 y 1761, la Ichnographia Campus Martius, obra cumbre de una época, mil veces referenciada por los más diversos motivos y autores, supone la extinción de una línea de pensamiento que hacía del retrotraerse a la arquitectura de la antigüedad clásica su signo vital y que en el XVIII, tres siglos después de su puesta en boga, llegaba a su final natural. La Ichnographia, que aparentemente constituía un ejercicio de restitución arqueológica del Campo de Marte en su época de esplendor, en realidad iba mucho más allá. La arqueología no era tanto la razón última como el punto de partida, una excusa para desarrollar un programa mucho más profundo (no queremos decir, como otros tal el propio Manfredo Tafuri han parecido confundir, que Piranesi obviara la realidad arqueológica o mostrara a este respecto poco rigor, y que toda la Ichnographia fuera más bien una ensoñación arquitectónica; baste comprobar que la inmensa mayoría de las estructuras están donde se esperaría que estuviesen, y queda claro que Piranesi se guió para ubicarlas tanto por las fuentes documentales como por los exiguos restos visibles en su tiempo).

Lo interesante de la Ichnographia es que lo que se plantea como la restitución de una cierta edad de oro se convierte en el ejercicio de proyectar un pasado que nunca existió en un presente que aspira a repetirlo. Al verse obligado a llenar las lagunas de información sobre lo que pudo constituir el estrato real del Campo de Marte, Piranesi desarrolla todo un repertorio visual a partir del vocabulario clásico que lo lleva de facto a su extenuación. En efecto, la mera visión de la Ichnographia satura al espectador, lo abruma, lo pone de frente a una grandeza y una monumentalidad frente a la que no puede permanecer indiferente; pero lo paradójico es que en dicha visión la misma idea de monumento deja de tener sentido. El exceso de significado produce la ausencia de significado. Ni siquiera el espacio entre los edificios es vacío propiamente (otro punto en que disentir con Tafuri, para el que la Ichnographia era una imagen muda), ya que las indicaciones, los nombres, fluyen llenando de contenido cada intersticio del grabado.

Con un referente tan poderoso, los arquitectos de Roma Interrotta no podían no posicionarse en relación con la propuesta. Unos, como Giurgiola, simplemente presentaron una Roma perfectamente alternativa a la actual; otros en cambio prefirieron volcar directamente los temas sobre los que estaban interesados en ese momento, como queda claro en los casos de Venturi y Rossi, que bien podrían haber salido de páginas de sus libros y que por ello parecen perder de vista el referente último de la cuestión. Por otra parte, la propuesta de James Stirling es interesante en tanto en cuanto se organiza como un museo virtual de proyectos irrealizados, en un nuevo contexto y con la validez otorgada por el reescribir la historia: una pequeña venganza contra las circunstancias que hicieron imposible su ejecución, ya que al entrar en la historia de Roma adquirieron probablemente más realidad que si efectivamente se hubieran llevado a cabo.

La invitación a Roma Interrotta llevaba consigo una trampa: al igual que el clasicismo renacentista puede decirse que murió con la Ichnographia de Piranesi, aquel llamado contextualismo bajo el que se agrupaba a la mayoría de los arquitectos invitados encontró entonces la ocasión de sacar a la superficie las contradicciones iternas —o, como parece más apropiado decir dada la naturaleza del encargo, interrupciones— que lo condujeron inevitablemente a su fin.