Clásico

Templo Malatestiano, Rimini, Leon Battista Alberti

Bienaventurados los hombres del pasado, que tenían sobre nosotros una gran ventaja: ellos no conocían el peso de la Antigüedad.

Atribuido a DIDEROT

En la primera mitad de los años 80, Peter Eisenman escribió dos artículos capitales para la arquitectura de nuestro tiempo, La futilidad de los objetosEl fin de lo clásico.

Con ambos aventuraba un modo de estructurar el mundo apenas atisbado de lo post-moderno como una metodología con sus propias normas de coherencia interna. Pero por esta misma razón Eisenman evita referirse explícitamente a su arquitectura como post-moderna, porque definirla en relación con un sistema anterior le restaría cualquier validez como investigación. También lo hacía como reacción al trabajo de buena parte de la profesión durante las últimas dos décadas, cuyos principios de actuación no habían ido en muchas ocasiones más allá del juego maniqueísta de asignar a lo moderno el papel del malo y contentarse con ofrecer lo contrario como si sólo por esto fuera automáticamente lo bueno. Así, donde la modernidad había repudiado el ornamento, la posmodernidad lo exhibía con alegría; donde el repertorio formal clásico había demostrado su obsolescencia, ahí se aplicaban para recuperarlo; donde el eclecticismo había sido dejado de lado, ya nos hacemos una idea.

El principal problema de esta visión, no se nos escapará, es que asigna el valor de una arquitectura (o más bien su no-valor) a algo que le es ajena; para los menos ambiciosos, una obra podía ser tanto mejor cuanto más no-moderna fuera. El interés de la postura de Eisenman está en darse cuenta de que este juego es mucho más antiguo de lo que realmente se pensaba. En general era un hecho aceptado entre los que se acogían al nombre del postmodernismo que la modernidad había constituido un hecho histórico innegable e ineludible: una ruptura brutal con el pasado, cuya existencia era imposible soslayar. Pero la profundidad de la brecha no se demostraba tal a los ojos de un análisis en términos de estructura profunda. De hecho, Eisenman trataba de demostrar metódicamente que desde el Renacimiento hasta entonces había existido una continuidad de pensamiento arquitectónico, caracterizada por la creencia nunca puesta en duda de que la arquitectura debe ser un paradigma de lo clásico: lo atemporal, lo significativo y lo verdadero.

Esta tríada ideal, que durante cinco siglos ha venido reconociéndose como el destino último de la arquitectura, no es sino la sombra de tres grandes ficciones: la de que debe representar un significado, la de que debe constituir una verdad dictada por la razón, y la de que debe aspirar a ser la expresión de su propio tiempo. Todas pueden rastrearse en la historia de la arquitectura desde el Renacimiento, apareciendo bajo distintos nombres o conceptos (orden, funcionalismo, abstracción; composición, diseño, cientificismo; historicismo, Zeitgeist). La devastadora conclusión nos la da el propio Eisenman: El resultado de considerar clasicismo y modernismo como parte de una sola continuidad histórica, «lo clásico», supone entender que ya no hay valores evidentes en sí mismos en la representación, la razón o la historia, que confieran legitimidad al objeto. Esto es, el gran simulacro de la arquitectura ha llegado a su fin. Nadie que siga planteando un objeto arquitectónico como funcional, racional o hijo del espíritu de su tiempo puede seguir siendo tomado en serio. El objeto, en nuestra época, está desligado de todo compromiso con el significado, la razón o el tiempo; sólo responde de sí mismo, es algo fútil.

Eisenman se pregunta entonces qué ejemplos puede haber en la historia que se hayan movido en los márgenes de esta marea de cinco siglos, en los que la tónica general ha sido el uso de la composición para generar la idea de orden que se pretendía representar. De este análisis intrahistórico postula la existencia de tres clases de objetos arquitectónicos: precompuestos, en los que no hay un planteamiento ordenador como tal pero sí se trabaja con estructuras formales reconocibles (como la simetría, adición, sustracción, etc.); compuestos, resultado de la superposición aditiva de varios tipos simples; y aquellos que tentativamente llama extracompuestos, que escapan aparentemente a los intentos por reducirlos a modelos clásicos o combinaciones de ellos, mostrando otros valores en su estructura. De estos últimos da dos ejemplos muy sugerentes: la Fábrica Fino de Scamozzi y los apartamentos Giuliani Frigerio de Terragni, en los que se apoya para proponer el importante concepto de decomposición.

La decomposición no es la simple manifestación de lo arbitrario o irracional, ni la conversión de lo simple en complejo; estudia las relaciones del objeto y el proceso y descubre en ellas valores negados por el clasicismo o la modernidad. El análisis decomposicional propone así una prometedora lectura a contrapelo de la historia, en busca de estos ejemplares que escapen a los modelos compositivos de cada época dados por descontado en tantas y tantas realizaciones arquitectónicas. Una objección que podría hacerse es que a priori la distinción entre la Fábrica Fino y el resto de la producción de Scamozzi o sus coetáneos es bastante artificial; cuesta creer que el arquitecto trabajara de un modo radicalmente distinto en este encargo respecto a los resultados basados en sucesiones de espacios a lo largo de ejes explícitamente compositivos como eran los que había producido durante toda su carrera anterior. Pero probablemente el análisis decomposicional no aspira a explicar sus hallazgos como anomalías dentro de un sistema de valores clásicos, sino como resultados parciales de la aplicación de normas propias a los objetos arquitectónicos estudiados en un marco mucho mayor y necesariamente ahistórico.

Esta es la manera en que Eisenman quiere que se interpreten sus primeros trabajos. Nos está diciendo: no estoy interesado en una arquitectura cuyo valor esté en ser la más cargada de significado, la más funcional o la que mejor responde al espíritu de su tiempo, porque no creo que ninguna de esas cosas sea más que una cortina de humo, un velo que cubre las cualidades intrínsecas al objeto arquitectónico y nos impide verlo con claridad y tal como en verdad es. Su investigación, magníficamente registrada en sus once Houses, es el duro camino del asceta que se da cuenta de que la única forma de llegar hasta lo esencial es descubriendo qué no lo es. Por eso destaca tanto el contraste con algunas de sus obras posteriores en las que estos férreos principios han hecho sitio a la aleatoriedad y la gratuidad.

Aunque estos planteamientos teóricos han ejercido una fuerte presión sobre la arquitectura contemporánea, en la que hablar de conceptos como significación, racionalismo o Zeitgeist parece algo anacrónico, hay una parcela a la que el arquitecto parece negarse a renunciar: aspirar a la transcendencia. Como reducto inconsciente de esa arquitectura magnificente que aspiraba a la comunicación, el orden y el progreso y que hoy nos parece tan pretenciosa, muchos nos obstinamos aún por que la arquitectura sea capaz de evocar, de transmitir o hasta de curar males. Quizá porque pensamos con velada nostalgia que es todo lo que nos queda de ese mundo que ya no ha de volver.

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