Culpa

Victims, John Hejduk, 1986Este es el tercero de un grupo de tres textos que exploran diversos aspectos de la obra de Fiódor M. Dostoievski Los hermanos Karamázov. El primero puede leerse aquí, y el segundo aquí.


La culpa

Los hermanos Karamázov es un largo, detallado y preciso ejercicio sobre la noción de culpa, en toda su fenomenología. Los cuatro hijos son culpables. Mitia es el culpable moral: deseaba y le convenía la desaparición de su padre, lo atacó y amenazó de muerte por escrito y verbalmente ante otras personas. Iván es el culpable indirecto: sus teorías alientan a Smerdiákov a cometer el crimen o, al menos, a que la acción no le resulte moralmente penosa. Además es culpable por omisión, ya que se marcha de casa el día después del asalto de Mitia, casi esperando que el siguiente paso tenga lugar. Smerdiákov, claro, es el culpable material. Pero incluso Aliosha es culpable, culpable por inacción, por interactuar con todos los demás personajes y contemplar cómo se van sucediendo los acontecimientos sin hacer nada que impida el dramático desenlace.

A veces da la impresión de que Aliosha es reducido a su mínima expresión, que sirve poco más que como vehículo de la trama para llevarla en una u otra dirección y poner en contacto las distintas subtramas y personajes (no en vano, es el único que está presente en todas las grandes digresiones del libro: la historia de la vida del padre Zósima, El Gran Inquisidor, Los chicos, etc.). Este tipo de personaje, al cual Nabokov llama perry, podría tener su paralelo en Ana Karénina con los Oblonski (Stiva y Dolly), la pareja que por sus lazos familiares (él es hermano de Ana y ella, de Kitty) sirve de bisagra entre las dos relaciones que llevan el peso de la novela.

Pero volviendo al análisis de Los hermanos Karamázov, quisiera detenerme ahora en el Libro Sexto, Un monje ruso. Como ya se ha mencionado, aquí se hace un paréntesis en la trama principal para contarnos la vida y enseñanzas del padre Zósima, tal como las relató poco antes de morir. Este largo inciso, del que algunos han llegado a decir que «se podría haber eliminado de la novela sin restarle nada» (Nabokov, p. 258), es, por el contrario, parte clave del entramado de la obra precisamente porque es donde con mayor claridad se percibe la lógica de muñeca rusa con la que se desenvuelve la historia. Los grandes temas tratados a lo largo del libro aparecen aquí como en una versión reducida, de prédica monacal (p. 463):

Mi joven hermano pedía perdón a los pájaros: parecía algo carente de sentido, pero tenía razón, porque todo es como un océano, todo fluye y se relaciona, tocas en un punto y repercute en otro confín del mundo.

Aquí están la ofensa de Mitia al padre de Iliusha que coadyuvará a su convalecencia y muerte; la infancia de Smerdiákov, maltratado por el sirviente Grigori; el efecto inopinado de las diatribas de Iván sobre la mente de Smerdiákov; en fin, el desapego paterno que sale a relucir en todos los hermanos, que habían sido abandonados a su suerte en la niñez. De especial importancia es el episodio, también narrado por el monje, del hombre que había acudido a él para confesarle un crimen cometido catorce años antes. Por supuesto, el tema principal de esta historia vuelve a ser la culpa, pero además aparecen otras casuísticas que pueden pasar desapercibidas en el relato menor aun siendo eco de lo que luego ocurrirá en la trama principal: el deseo de asesinato que se ve frustrado, el robo como principal prueba del delito y la transformación de la aflicción psíquica en física, que en Dostoievski es un mecanismo frecuente (quizá demasiado) para hacer avanzar la historia y será explorado con todo lujo de detalles en las tramas de Iván e Iliusha.

De boca del padre Zósima oímos también la idea que permea todo el espíritu del libro, que podría resumirse en que todos somos responsables de los pecados de todos (p. 244):

Pues habéis de saber, amados hermanos, que cada uno de nosotros, en particular, es culpable, indudablemente, por todos los hombres y por cada persona de la tierra.

Cualquier buena acción alumbra las de los demás; del mismo modo, toda mala acción, por ínfima que sea, presenta repercusiones inesperadas. Al instigar Smerdiákov la travesura de Iliusha, provoca la desaparición del perro y que sus amigos le den la espalda, sumiéndolo en un estado depresivo; la humillación infligida por Mitia al viejo Sneguiriov, su padre, es el decisivo en la serie de acontecimientos que desemboca en la enfermedad del niño (p. 764): «Si estoy enfermo, papá, es porque maté a la Zhuchka, Dios me ha castigado.». Iliusha es el personaje en que vienen a cobrarse castigo, de forma directa o indirecta, las culpas de todos los demás: Fiódor, Smerdiákov, Iván, Mitia, Grúshenka, Kolia. Así, mientras Dostoievski centra la atención en el crimen por el que Mitia está siendo moral y legalmente juzgado en un proceso cuya suerte conocemos de antemano, el final golpea en la cara al lector y lo saca de la grandilocuencia y el falso suspense de la sala del tribunal para que comprenda que el auténtico crimen humano cometido por Dmitri y por todos es la muerte de Iliusha, que culmina el libro en una escena memorable.

No es descabellado pensar que Dostoievski ensayara en Los hermanos Karamázov la posibilidad de producir la obra total, aquella que se aproxima con ambición desmedida a la realidad, examinándola desde todos y cada uno de sus aspectos y puntos de vista: la existencia biológica, la moral, la religión, el amor, el tiempo… De este modo se entienden mejor los distintos mecanismos narrativos puestos en marcha, a veces por fuerza opuestos entre sí. ¡Y cuánto más interesante no resulta entonces el hecho paradójico de que la obra total haya resultado ser una obra incompleta!

Narrador

Porta Vittoria, Steven Holl, 1986

Este es el segundo de un grupo de tres textos que exploran diversos aspectos de la obra de Fiódor M. Dostoievski Los hermanos Karamázov. El primero puede leerse aquí.


El narrador

Las primeras palabras de Los hermanos Karamázov definen al narrador, el personaje desconocido que nos va a llevar de la mano en la relación de los hechos de la novela. En realidad, éste ya se nos había presentado en el breve prefacio titulado Advertencia del autor, donde su persona no aparecía del todo desligada de la de Dostoievski (la mención a los críticos rusos y futuros lectores hace pensar en un autor reconocido, no en un cronista de pueblo). Su nombre no es mencionado en ningún momento, como tampoco lo es el de la ciudad donde se desarrolla la historia hasta el Libro Undécimo, prácticamente al final de la novela (p. 817):

Esta noticia de Rumores llevaba por título: «De Skotoprigónievsk (¡ay!, así se llama nuestra ciudad, durante mucho tiempo había ocultado su nombre), sobre el proceso de Karamázov».

La naturaleza difusa del narrador probablemente responde a este no acabar de separar su persona de la del autor, lo que confiere al argumento la apariencia de ser una vivencia real suya. Esto podría ser verdad hasta cierto punto si personajes como Mitia se basan en personas que Dostoievski había conocido durante el exilio en Siberia y las experiencias que éstas le habían relatado. Así, la realidad-Dostoievski se infiltra en la realidad-narrador a cada paso, haciendo imposible trazar una separación clara. El narrador/Dostoievski habría pretendido escribir una segunda novela, la «principal», que se referiría «a las actividades de mi héroe [Aliosha] ya en nuestro tiempo, en el momento actual que ahora vivimos»; pero Dostoievski murió en 1881, apenas comenzada su preparación. Premonitoriamente, el autor afirma en el prefacio (p. 12):

Dispongo de una vida para describir, mientras que las novelas son dos.

Aunque, evidentemente, se trata aquí del narrador refiriéndose a Aliosha, cuya vida quiere relatarnos. El narrador/Dostoievski encuentra difícil explicar por qué ha tomado a este personaje como «héroe» de la historia, cuando su participación en los hechos es, por lo demás, parcial y pasiva; lo cierto es que Dostoievski había perdido a su hijo Alexéi (Aliosha) en 1878. El narrador presenta los hechos desde el punto de vista de alguien que vivía en la ciudad en cuestión cuando saltó la noticia del «proceso de Karamázov»; pero la perspectiva es la de quien mira 30 años atrás, como se dice en el prefacio y se repite en el primer capítulo. Resulta que Dostoievski estuvo condenado a trabajos forzados en Siberia entre 1849 y 1854; Los hermanos Karamázov comenzó a escribirse treinta y tres años después.

Esta realidad confusa del narrador/Dostoievski se extiende incluso con carácter puntual a uno de los personajes, el propio Aliosha, de quien se nos dice que ha registrado la última conversación del ermitaño Zósima, que el narrador presuntamente se limita a transcribir (pp. 419-467) y que conforma el núcleo del Libro Sexto, Un monje ruso. De modo que durante cincuenta páginas tenemos a Dostoievski que escribe un libro narrado por un personaje que a su vez consigna la transcripción de un segundo de las conversaciones con un tercero. Esta estructura subraya la condición de muñeca rusa que tiene la novela, de historias dentro de historias, sensación que se repite, pero nunca con una formalización tan rígida, en el celebrado pasaje de El Gran Inquisidor (pp. 362-381), relato que Iván, recordemos, ya ha escrito en el momento en que transcurre la acción, y narra a su hermano Aliosha modificándolo sobre la marcha con sus comentarios.

La idea de que el narrador relata sólo parcialmente los hechos, como alguien que ha participado en ellos, se retoma expresamente cuando la historia alcanza el proceso judicial contra Mitia, al inicio del Libro Duodécimo, El error judicial (p. 935):

Me siento incapaz de describir cuanto ocurrió durante la vista, no ya con la amplitud debida, sino en el debido orden. […] Que no me culpen, pues, si me limito a referir sólo lo que a mí, personalmente, me produjo más impresión y lo que de manera particular se quedó grabado en mi memoria.

Sin embargo, antes de esto hemos tenido numerosos episodios en que los personajes hablaban a solas o se nos transcribían sus pensamientos más íntimos; y esto amén del magnífico capítulo en que se describe mediante un monólogo interior cómo Iván Karamázov pierde la cordura, lo que sucede mientras dura el juicio al que el narrador dice haber asistido. De modo que la ocasional insistencia de éste por reafirmar su persona combate por el mismo espacio con centenares de páginas que nunca podrían haber sido escritas por un narrador externo, sino sólo por un novelista. Esta aparente esquizofrenia añade una riqueza inusitada a la trama, que se desarrolla como decimos en distintas capas de comprensión que sólo tras solaparse entre sí generan la visión completa de los personajes principales. De algún modo, cada uno de ellos nos es mostrado dos veces, desde dentro y desde fuera, y los límites entre una perspectiva y otra no son evidentes en una primera lectura.

El enfoque de la narración puede compararse con el tomado por Tolstói en Ana Karénina, donde lo que ocurre es que cada personaje principal tiene su monólogo interior a través del que nos muestra la historia tal y como le va en ella (ese stream of conciousness que cristalizará en Joyce, con un precedente inolvidable en los pensamientos de Ana a lo largo de su último día de vida). Sólo en contadas ocasiones irrumpe la narración, para situarnos en un momento espacial o temporal determinado; y las más de las veces esto se sobreentiende al saltar abruptamente de capítulo en capítulo, de personaje en personaje. Nunca se deja sentir la presencia de un autor, sino que ésta es deducida sólo porque el libro, efectivamente, está escrito; su papel se reduce a llevarnos de la mente de un personaje a la de otro. El automovimiento de cada uno de estos cobra una fuerza inmensa, que es la que sostiene el relato. Podría decirse que Ana Karénina es un libro tan bueno, que en él hasta los perros quieren tener unas palabras (pp. 821-822):

En el espacio entre dos mogotes, a seis pies de distancia, [Liovin] pudo ver a una agachadiza; el pájaro escuchaba, volviendo la cabeza; y seguidamente, abriendo apenas las alas y volviendo a plegarlas, desapareció tras un recodo con un meneo desgarbado de la cola.

—¡Cógela! ¡Cógela! —gritó Liovin empujando a Laska por detrás.

«¡Pero si no puedo ir! —pensaba Laska—. ¿Adónde voy a ir? De aquí puedo olerlas, pero si voy más adelante no sabré dónde están ni quiénes son.» Pero entonces Liovin le dio un empujón con la rodilla, diciendo con agitado murmullo: «¡A ella, Laska, a ella!».

«Bueno, si él lo quiere lo haré, pero no respondo de nada», se decía Laska, y saltó adelante, por entre las matas de juncos, con todo el vigor de que era capaz. Ya no venteaba nada; sólo veía y oía, y no comprendía maldita la cosa.

[Compárese ahora cuánto han cambiado las cosas desde El abrigo de Gógol, escrita cuarenta años antes, y que nos dice, a colación de una idea de su personaje principal, que «puede ser que ni siquiera pensara esto, pues es imposible penetrar en el alma de un hombre y averiguar todo cuanto piensa.»]

Aunque los objetivos de Dostoievski y de Tolstói al escribir cada uno de sus libros son muy distintos, entre sus personajes el lector puede tender los hilos de conexión más inesperados, como la curiosa antisimetría que podríamos establecer entre los diversos Alexéi (Karenin, Vronski y Karamázov), o entre la mundanización de Aliosha y la espiritualización de Liovin (en la cual la filosofía propia del autor parece metida con calzador). Quedaría por hacer, por ejemplo, un estudio comparativo de cómo manejan el paso del tiempo los dos autores: si en Tolstói el tiempo del relato, a decir de Nabokov, parece fundirse con el tiempo real del lector, en Dostoievski la experiencia de un mismo día puede estirarse hasta límites insospechados: el día se hace infinito (y por ello su final va aparejado siempre de una gran singularidad), cargándose de una densidad que hace que las idas y venidas de Aliosha, las verstas recorridas a pie del monasterio a la ciudad, de casa en casa, de escena en escena, adquieran tintes de odisea.

Suspense

Crimen Perfecto, Alfred Hitchcock, 1954, Interiors Journal 22

Este texto compone, junto a los dos que aparecerán publicados en los próximos días, un tríptico de digresiones que podría reunirse bajo el epígrafe Impresiones sobre Los hermanos Karamázov: tres cuestiones críticas. Consideramos que este ejercicio de disección literaria puede constituir un proyecto en sí mismo y como tal tener cabida en esta ventana personal al mundo.

Se advierte que los tres textos desvelan numerosos aspectos de la trama de las novelas Los hermanos Karamázov, de Fiódor Dostoievski, y Ana Karénina, de Liov Tolstói. Por ello se recomienda encarecidamente la lectura de dichas obras antes de acometer la de estas notas.

Los hermanos Karamázov se divide en cuatro Partes, cada una conteniendo tres Libros (y la última, además, un Epílogo), que a su vez se dividen en una serie de capítulos, a cada uno de los cuales el autor asigna un nombre en muchas ocasiones pintoresco. A esta estructura es a la que se hace referencia en adelante.

Las ediciones utilizadas en las citas son: para Los hermanos Karamázov, la traducción de José Laín Entralgo, ed. Juan Cano Ballesta, en Debolsillo Clásica, 2000 (cuarta edición, abril de 2013); para Ana Karénina, la traducción de Juan López-Morillas, Alianza, Madrid, 2013 (segunda edición, noviembre de 2013); y para el Curso de literatura rusa de Vladímir Nabokov, la traducción de María Luisa Balseiro, Zeta Bolsillo, Barcelona, 2009.


El suspense

En su Curso de literatura rusa, Nabokov, que despacha Los hermanos Karamázov en ocho páginas mientras que dedica a continuación ciento sesenta a Ana Karénina, explica la estructura de la obra de Dostoievski como «típica historia detectivesca». Si yo tuviera que describir las impresiones que tuve al leer el libro, no podría estar más en desacuerdo. En general, el personaje del narrador se comporta sin ningún prejuicio como alguien que conoce el final de la historia de antemano; y de hecho no le duelen prendas anunciar lo que va a pasar a continuación, como si así el autor se sintiera más libre de recrearse en los detalles, la psicología de los personajes y la partida de ajedrez que es la trama. Ya la tremenda frase con que arranca el libro desvela, propiamente antes de presentarlo siquiera, la muerte de un personaje principal (p. 17):

Alexéi Fiódorovich Karamázov era el tercer hijo de Fiódor Pávlovich Karamázov, un terrateniente de nuestro distrito tan conocido en tiempos (y hasta ahora se le recuerda) por su trágico y oscuro fin, que sucedió hace treinta años justos y del que hablaré llegado el momento.

Se podría interpretar, en ese sentido detectivesco, que una revelación como esta más bien aumenta la tensión de la obra; pero yo la entiendo en consonancia con otros casos claros de eliminación del suspense que aparecen más adelante. Estos abundan por ejemplo al llegar a la descripción de los pormenores del proceso judicial, durante el cual se nos repite desde el principio por activa y por pasiva que Dmitri Karamázov, Mitia, será hallado culpable (p. 944):

Acaso no hubo uno que no comprendiese desde los primeros pasos que se trataba de algo indiscutible, que no había lugar a duda, que, en esencia, no hacía falta debate alguno, que los debates se mantendrían sólo para guardar la forma, que el procesado era culpable, su culpa era clara y definitiva.

De manera incluso más patente el narrador anticipa al lector, con total naturalidad, el momento en que se decantará la balanza en contra del acusado (p. 971): «Me acerco a la súbita catástrofe que probablemente, en efecto, hundió a Mitia». Por ello resulta tanto más interesante que, a pesar de todo, la historia se conduzca como si estas aclaraciones no tuvieran lugar; como si Dostoievski se debatiera consigo mismo y quisiera mantener la tensión hasta el último momento, esforzándose por que el juicio se resuelva con un gran clímax cuyo resultado, sin embargo, conocíamos desde siempre.

Alguien podría aducir que el libro no es, en definitiva, sino un whodunit que se resuelve cuando hallamos quién fue el autor material del crimen. Esto no se desvela, efectivamente, hasta la tercera visita de Iván Karamázov al criado Smerdiákov (p. 887), la cual compone junto a las dos anteriores un crescendo magistral hacia la revelación final. Pero esta lectura, que produce elucubraciones tan delirantes como que Alexéi Karamázov, Aliosha, podría haber sido el asesino (así considera, no sabemos si irónicamente, Nabokov), tiene para mí dos grandes problemas: primero, desestima las doscientas y pico páginas restantes como mero apéndice, cuando en ellas Dostoievski pone toda la carne en el asador, con algunos de los pasajes más memorables; y segundo, concede nula importancia a todas las subtramas que no reman a favor de la detectivesca, como la historia del padre Zósima o Los chicos, las cuales el autor considera capitales y por ello se toma la molestia de desarrollarlas e hilarlas indisolublemente con el conjunto, como veremos más adelante.

Probablemente lo que ha justificado la interpretación de Los hermanos Karamázov como relato de suspense es la famosa elipsis deliberada por parte del narrador de qué ocurrió en la ventana de Fiódor Pávlovich la noche de su muerte, así como detalles que buscan confundir al lector (la mujer que grita que Mitia «¡quiere matar a alguien!» cuando éste va en busca de su padre, o Mitia refiriéndose al sirviente Grigori, a quien sí ha atacado, como «el viejo», misma palabra con que el narrador llama al padre). Es innegable que Dostoievski se permite estos juegos para añadir intensidad al relato, pero se trata de eso, un juego, como el del narrador que oculta el nombre de la ciudad hasta pasadas cuatro quintas partes del libro; un juego que distrae nuestra atención mientras capas importantes de la historia se desenvuelven en el subsuelo.

Por otra parte, la muerte off camera de Fiódor Pávlovich, que supone un salto en la hasta entonces ininterrumpida línea del discurso, se da transcurrida prácticamente la mitad exacta de la obra  (p. 566 de 1103); con lo que se convierte en la cisura del texto, la línea divisoria en que la historia se refleja como un espejo. A esta estructura especular se superpone la estructura temporal del relato, que salvo en el Libro Primero, meramente introductorio (pp. 15-53), ha venido siguiendo las andanzas de Aliosha a lo largo de tres largos días (coincidentes con las partes Primera, Segunda y Tercera). Pero a mediados del tercer día, en el comienzo del Libro Octavo, Mitia (p. 526), cambiaremos a la perspectiva de este hermano, a quien seguiremos hasta altas horas de la madrugada, cuando se produce su detención al final del Libro Noveno (p. 729). A partir de aquí el transcurso del tiempo, que hasta ahora se ha ido esponjando para que cada día ocupe el espacio de varios centenares de páginas, se verá abruptamente detenido para retomar la historia unos dos meses después, por lo demás con una trama inesperada y sin relación aparente con el gran shock que ha sido la muerte de Fiódor Pávlovich.

Como se ve, la estructura especular y la temporal no se corresponden exactamente, como no ocurre con ninguna de las capas en que se estudie el desarrollo de esta obra tan hermosamente compleja; sino que la acción temporal continúa, desfasada, unas horas críticas más (un Libro entero, se entiende) con respecto al punto de no retorno. Este acontecimiento, esta ruptura largamente anunciada es absolutamente necesaria para hacer avanzar la historia, que a partir de ahora se teñirá con los ecos del parricidio. Se trata, por tanto, más de un mecanismo narrativo que de la presentación de un misterio al uso.

Después de este partir por la mitad el mundo que veníamos construyendo hasta ahora, el transcurso del tiempo no será ni mucho menos tan claro. Cada uno de los tres Libros restantes, dejando aparte el Epílogo, se planteará desde una perspectiva cronológica distinta: el Décimo apenas si nos da un marco temporal, su atmósfera es etérea y ensimismada; el Undécimo se mueve adelante y atrás en el tiempo para revelar aspectos clave de la trama; y el Duodécimo, por el contrario, es reminiscente de la rígida estructura de la primera mitad, situándose en un marco fijo, el juicio, dentro del cual avanza in crescendo hacia el inevitable final.

Yuxtaponer

La música no está en las notas, sino entre las notas. 

Atribuido a Claude DEBUSSY

A veces resulta interesante pensar que los aspectos primordiales de la arquitectura han estado siempre presentes en la historia del hombre, que se hallan anclados al pasado más remoto, a los comportamientos humanos primigenios. Cuestiones como la actitud frente a la definición de espacios, desplazamientos y escalas son tan claramente legibles a día de hoy como lo son estudiando los imponentes Alineamientos de Carnac, del período neolítico. Y es que se comprueba que algo tan simple como el trabajo con las relaciones que se establecen per se entre una serie de elementos direccionales ha seguido siendo campo fértil para la experimentación arquitectónica a lo largo de la historia, ofreciendo innumerables ejemplos.

Así, cuando el emperador Trajano decide construir en Roma sus nuevas Termas en el mismo lugar en que se encuentra la suntuosa residencia de su antecesor Nerón, aprovecha, en un gesto de clarividencia histórica, buena parte de sus salas como basamento para la nueva construcción; y en aquellas partes en que son necesarios mayores refuerzos, estos se disponen, diríamos, de la manera más pragmática. Pero quedarnos en este ejercicio de ingeniería civil como en un acto meramente pragmático sería un error: observando más cuidadosamente advertimos presuntas anomalías, como que las galerías no mantienen la misma separación, ni siquiera la misma orientación; lo cual nos habla de que en este caso se trataba de resolver, mediante una metodología clara pero flexible, el encuentro, la yuxtaposición, entre diferentes espacios, tiempos y situaciones.

Líneas de trabajo similares pueden rastrearse en numerosos ejemplos de arquitectura moderna: por ejemplo, en la casa Weber DeVore de Louis Kahn, el juego de relaciones entabladas entre el elemento lineal del muro y los distintos núcleos que componen la casa (una casa cuya atomización se tiene como condición de partida) permite que en ciertos momentos las piezas “salten” esta barrera y comuniquen los dos mundos, o se separen de ella creando secuencias de espacios libres y ocupados.

Ya antes Mies van der Rohe había investigado las posibilidades de la traslación de planos en la generación del espacio de la casa, hilo que podríamos seguir recorriendo en sentido inverso hasta llegar fácilmente a Frank Lloyd Wright. El arquitecto Juan Luis Trillo de Leyva propone entender proyectos de Mies como las Casas con patio mediante una lógica de desplazamientos, como si se hubiera partido de un espacio-caja del que sólo permanecen fijos el plano del suelo y el de la cubierta, mientras que el movimiento de los distintos planos verticales es lo que construye la experiencia del habitar.

Adiestramiento Visual, IIT, Ludwig Mies van der Rohe, 1938-1958

El mismo Mies no era ajeno a una aproximación tangencialmente arquitectónica del asunto que venimos tratando. Su mano se deja notar en los cursos de Adiestramiento Visual del IIT de 1938 a 1958, en los que se investiga la disposición de líneas y masas en el plano y cómo alteran inevitablemente el espacio a su alrededor.

Cuando detectamos alguna característica común en un conjunto predeterminado de elementos y esta destaca lo suficiente como para poder asimilar al grupo plenamente como tal y no como conjunto de individualidades diferenciables, sucede que aquellas características en común, bien su tamaño, formas o colores pasan a un segundo plano, más precisamente al plano de fondo. En el proyecto para el convento de las Dominicas, por ejemplo, Kahn utiliza el collage, mecanismo por antonomasia de la yuxtaposición, para disponer una serie de plantas recortadas que de tan contundentes y singulares acaban, efectivamente, cediendo protagonismo a los intersticios resultantes entre ellas.

house-in-tanggu-tianjin-china-ryue-nishizawa-2003-2

Podríamos decir que cuando la singularidad de un elemento es común a otros, se pierde potencial individual a fuerza de ganar intensidad como grupo. Este fenómeno es reversible por ser perceptivo y posee la paradójica capacidad de homogeneizar y realzar al mismo tiempo. Desde el proyecto de arquitectura se ha explorado frecuentemente esta idea mediante la seriación de elementos con una dirección predominante. La generación de un tablero de juego que obedezca y se adapte a los condicionantes que le son propios permite sistematizar los procesos de generación formal por ser estos siempre llevados a cabo como una alteración a posteriori.

En este sentido, las modificaciones que decantan definitivamente por este sistema y acaban deformándolo subrayan, precisamente por ser excepciones, aquella acción primera consistente en definir el tablero y sus normas. Esta ficción posibilita entender, por ejemplo, la acción de abrir huecos como el resultado de una adición de vacíos y no tanto como un resultado colateral de la no colocación de llenos. De este tipo de mecanismo intelectual se han apropiado otras disciplinas como la música, hasta el punto de convertir al pentagrama, tablero formado por cinco muros infinitos y paralelos, en uno de los pocos mecanismos que permiten ver el silencio y consecuentemente poder proyectar con él.

Concierto para piano y orquesta, John Cage, 1957-1958

Construir una historia o narrar un espacio son acciones asociadas a la repetición y la secuencia. Ideas relacionadas directamente con el ritmo y muy presentes, por tanto, en obras en las que la manera de recorrerlas es la noción crucial.

Pensar que la arquitectura es lo que hay entre aquello que construimos nos obliga a entender el vacío, antípoda metafísica del lleno, como un material más con el que proyectar. Negociar el equilibrio entre ambos extremos o proponer la oscilación justa es la contingencia ineludible de cualquier empresa que pretenda lidiar con el tiempo ya que es también la manera que la arquitectura tiene para hacerse narrativa.

Donald Judd o Richard Serra nos recuerdan que es precisamente el espacio entre una serie de sólidos lo que los define haciéndonos entender que todo proyecto lleva consigo una componente temporal que discurre a través de los recovecos del mismo definiendo el ritmo asociado a cada una de las maneras de recorrerlo.

Manejar la expansión y contracción de esos recovecos, esto es, insuflar aire en una coma para convertirla en punto o comprimir hasta el extremo un párrafo para hacerlo pasar por una única oración son acciones íntimamente relacionadas con la distancia: variable esencial con la que matizar la tensión argumental en la narración arquitectónica, mediante la cual los trazos sobre el papel se convierten en figuras retóricas y espaciales.

Una versión similar del texto e imágenes de esta entrada se utilizó como presentación del ejercicio Yuxtaponer, del curso 2014/15 de Proyectos I en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla, en el cual los redactores del blog participan como colaboradores.

Participar (II)

Estudios de fachada, Edificios de la Facultad de Medicina, Universidad de Lovaina, 1969-74

Los edificios hoy en día son desagradables, brutales y demasiado grandes, porque se construyen para ganar dinero por urbanizadores ausentes, para propietarios ausentes y para habitantes ausentes cuyo gusto se asume como un tópico.

JENCKS, Charles ~ El lenguaje de la arquitectura posmoderna

Las experiencias de participación semejantes a Byker no tardarían en revelar un importante problema: la coordinación de las intenciones ciudadanas, los esfuerzos proyectuales y la cohesión del diseño final consumen un tiempo y unos recursos preciosos, lo que a la larga hace que las autoridades acaben desentendiéndose de las iniciativas o actuando con negligencia, mientras entre los inquilinos cunde el desánimo para finalmente no recibir aquello que les había sido prometido. No en vano, aunque el lema de la regeneración fue «Byker para la gente de Byker», según la investigación del experto en políticas de vivienda Peter Malpass menos de la mitad de los residentes originales entraron a vivir en los nuevos diseños. A muchos el lento ritmo de producción (a principios de los años 1970 se construía una casa por cada cinco que se derribaban) y el descontento transmitido por los realojados en la experiencia piloto acabó apartándolos de Byker. Como consecuencia, contra todo esfuerzo de los planeadores, el barrio ha presentado durante años problemas de conflictividad social y abandono de los espacios públicos, que sólo un plan de medidas estratégicas municipales y su declaración como conjunto protegido en 2006 han podido paliar.

Si un aspecto reseñable de aquella actuación era la búsqueda por parte de Erskine de un orden reconocible en el conjunto, capaz de absorber una gran diversidad pero a la vez de subrayarse con cada gesto como forma de dar identidad al barrio, entre 1969 y 1974 Lucien Kroll dio un paso más allá al encargarse de la construcción de los alojamientos para la Facultad de Medicina de Lovaina. El Atelier Kroll pretendió con este experimento de participación directa consumar la desaparición del arquitecto como garante de la uniformidad del diseño. Toda una tradición arquitectónica, el hilo que recorre el Gesamtkunstwerk, del Unity Temple de Frank Lloyd Wright a la Bauhaus, la Casa Schröder, los detalles de Mies o los interiores de Saarinen, iba a deshilacharse en la expresión de las tensiones sociológicas, constructivas y formales de los estudiantes de medicina (y de arquitectura, y jardineros, y obreros, y espontáneos) de la rama francesa de la Universidad Católica de Lovaina.

Piazza central, Edificios de la Facultad de Medicina, Universidad de Lovaina, 1969-74

El aspecto casas colgantes de Cuenca que presentaron los edificios construidos, o el kitsch de la estación de metro también incluida en el proyecto, responden entonces al solapamiento y lucha entre los deseos de cada individuo como habitante-diseñador: cientos de tipos de materiales, puertas, ventanas, paredes, techos, suelos, jardines y hasta recubrimientos que se desparraman acometiendo la plaza, reinventándose en baldosas. El papel de los arquitectos se reduce aquí a su mínima expresión: coordinar, ser el agente que posibilita, gestiona e instruye en la construcción de espacios. Pero las limitaciones de este modelo, que obviamente padece acrecentados los problemas de consumo de tiempo y recursos de que adolecía Byker, pronto saldrían también a relucir. En su proyecto de alojamiento en la periferia parisina, Les Vignes Blanches, comenzado en 1978, tras unos agotadores dieciocho meses de reuniones con las cuarenta familias interesadas en participar, finalmente solo tres acabaron mudándose a las casas construidas, y solo una de ellas estuvo involucrada en el proceso desde el principio. El resto abandonaron por la lentitud y lo costoso del mismo, o de puro tedio. Lo paradójico es que Kroll, que quiere volver a asumir en este proyecto el papel de coordinador, no puede evitar imponer sus propias preconcepciones sobre lo que debe ser un barrio suburbano: complejo y variado como un asentamiento humano que hubiera crecido gradual y espontáneamente. De modo que cualquier sugerencia del cliente que avanzara en otra dirección sería desechada o filtrada hasta entrar por este molde asumido a priori. En sus propias palabras:

Si estuvieran con un arquitecto que simplemente obedeciera, que no les provocara, habrían producido algo mediocre.

Les Vignes Blanches, Cergy-Pontoise, Atelier Kroll

Prácticamente coincidente en el tiempo con La MéMé de Kroll es la experiencia de Giancarlo de Carlo en el Villaggio Matteotti en Terni, Umbria. El papel que asume el italiano, inmiscuido en las problemáticas del Team X desde sus inicios, nos aporta una alternativa a lo que venimos viendo. En este caso la metodología adoptada es la de plantear a los futuros habitantes un abanico de posibilidades dentro del cual elegir la que mejor se adapta a sus deseos. Aun tratándose de un sistema impuesto y cerrado, en este caso el condensar la propuesta habitacional en una serie de tipologías permite tanto la participación parcial como la posibilidad de reconocer una identidad a la vez individual y de la comunidad. Gran parte del valor de este proyecto reside en la reivindicación de la labor del arquitecto al trabajar las bisagras, tender los puentes metafóricos y literales entre los distintos tipos y agrupaciones, entre el cliente y su casa.

Villaggio Matteotti, 1968-74, Giancarlo de Carlo

En fechas más recientes, hace unos diez años el grupo de arquitectos chilenos Elemental construyó en Iquique, a través del programa Chile Barrio, el afamado conjunto de viviendas Quinta Monroy regenerando una zona degradada pero con alto valor del suelo. Para evitar el realojo de la población a zonas más alejadas y la especulación con el solar, Elemental apostó por una solución muy ajustada en precio y dimensiones, que contempla prácticamente como necesaria la ampliación de las viviendas por parte de los propietarios. Conforman de este modo una original propuesta bicéfala, en la que cada casa es mitad igual que las de los demás, mitad autoconstruida por su propietario. De nuevo, un año de reuniones con los inquilinos del campamento provisional preexistente sirvieron para tener en cuenta sus preocupaciones (aunque el derecho de determinar los aspectos estéticos y constructivos del conjunto parecen habérselo reservado los arquitectos), y tomaron decisiones vinculantes en el proceso de diseño, de cuyo desarrollo eran puntualmente informados. Otro aspecto bien atendido es que cada obra particular debe contar con la aprobación de vecinos y arquitectos, con lo que se aseguran cierto control sobre la aplicación de las reglas del juego, evitando situaciones como las ocurridas en el barrio PREVI años atrás. Todos estos aspectos fomentan la cohesión social del barrio, que a su vez se halla subdividido por plazas comunicadas entre sí según las etnias, familias, etc. que las habitan, tras un proceso de reparto consultado con todas ellas.

Quinta Monroy, 2003-4, Elemental

Si bien es cierto que al dotar a los habitantes de un soporte estructural para las extensiones el precio de estas ha sido mucho más reducido que el de la construcción subvencionada, lo que debe plantearse aquí es si bajo la bandera de la participación y el hazlo-tú-mismo se está renunciando a librar la batalla de la vivienda social de calidad, racaneando derechos cuya consecución sólo ha sido posible tras décadas de esfuerzos y experiencias. Solo el tiempo y los estudios sobre la población de Quinta Monroy podrán poner este modelo en su lugar.

Participar (I)

Oficina de la firma de Ralph Erskine en Byker, Newcastle, 1979

Todo edificio es una predicción y todas las predicciones son erróneas.

BRAND, Stewart ~ How Buildings Learn

Cuando en 1969 el arquitecto Philippe Boudon escribió su ensayo Pessac de Le Corbusier (traducido al inglés en 1972 como Lived-in Architecture: Le Corbusier’s Pessac Revisited), dio sustento metodológico a algo que ya flotaba en la profesión desde hacía al menos una década: que el tiempo de imponer una utopía arquitectónica racionalista a través de la vivienda social había pasado (1972, recordemos, es el año en que se demolió Pruitt Igoe). En su libro, Boudon relataba los encuentros con técnicos y habitantes de los Quartiers Modernes Frugès, construidos a mediados de los años 1920 por Le Corbusier a las afueras de Burdeos, proyecto de cuyo devenir se lamentaba el propio arquitecto, ya que los edificios habían sido radicalmente transformados por sus usuarios, ajenos en su mayoría a las supuestas bondades de una arquitectura moderna que se les presentaba en forma de cajas de zapatos. De modo que entre Arquitectura y Revolución, las conservadoras clases del mediodía francés, como no podía ser de otra forma, eligieron arquitectura, pero su arquitectura, llenándolo todo de molduras, ventanas pequeñas, tabiques, tejados y demás parafernalia. A tamaña herejía, sin embargo, años después Le Corbusier se referiría en términos sorprendentemente humildes:

La vida siempre tiene razón, el arquitecto es quien se equivoca.

Pessac, antes y después

Boudon no fue demasiado duro con él en su estudio, y es que al fin y al cabo en 1969 llevaba sólo cuatro años muerto; de hecho, destaca de las viviendas un hecho clave, y es que las ricas transformaciones graduales de los interiores habían sido posibles principalmente porque el proyecto tenía implícita una gran versatilidad, y habrían sido mucho más violentas en otro tipo edificatorio. El resultado ciertamente no está exento de un extraño atractivo, proveniente del hecho de que no es ni una creación artificial pura, ni un hecho vernáculo autoconstruido. Se encuentra en lo que llamamos, en relación con otras experiencias que pasamos a desgranar, en un grado 0 de la participación: no está contemplada como arma de proyecto, pero su actuación como fuerza creadora es imparable desde el momento en que se entra a habitar las viviendas.

Esta aparente necesidad natural de construirse (o reinventarse) uno su propio espacio vital, como modo de establecer lazos con el lugar, impulsó a lo largo de los años 1960 y 1970 una oleada de proyectos participativos en los que dar a los futuros usuarios capacidad de decidir sobre el resultado final que iban a habitar. Ya hemos hablado aquí de la iniciativa de N. J. Habraken y su libro de 1962 Soportes, precursor del movimiento Open Building que desde el ejemplo inicial de Molenvliet, Papendrecht, en 1974, cuenta con numerosas realizaciones en estas últimas cuatro décadas y goza de buena salud al menos como sustrato teórico para todo tipo de iniciativas de vivienda colectiva. Otra postura, esta radicalmente amoderna, era la que había adoptado Hassan Fathy para reubicar a los habitantes del pueblo de Gourna en Egipto entre 1946 y 1952. En lugar de construir cajas de vidrio u hormigón estilo suburbio parisino, Fathy contó con la colaboración de los habitantes para diseñar, en un lenguaje descaradamente vernáculo, viviendas con un funcionamiento climático envidiable decenas de años antes de que la sostenibilidad apareciera en el vocabulario de la profesión.

[Hoy, paradójicamente, el conjunto protegido por la UNESCO debido a su avanzado deterioro por falta de mantenimiento, corre alto riesgo de desaparecer sustituido por edificios como los que Fathy no quiso construir hace setenta años.]

Hassan Fathy, Nueva Gourna, 1946-52

Algún tiempo después, entre 1968 y 1969, se celebró un concurso internacional de viviendas sociales en Lima, Perú (PREVI), auspiciado por el Banco de la Vivienda de este país y el Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo. El acontecimiento ha pasado a la historia por el carácter experimental del asunto (se exigía el uso de materiales prefabricados y de bajo coste, así como la apertura de una asesoría para coordinar la participación ciudadana de cara a la definición de los diseños, algo que —oh sorpresa— nunca ocurrió), así como por la salomónica decisión del jurado, el cual decidió llevar a cabo las 24 propuestas presentadas que, construidas entre 1969 y 1973, conformaban un curioso crisol del momento arquitectónico. Lo cierto es que al barrio PREVI podría muy bien llamársele Pessac Revisited 2: With a Vengeance, ya que aunque es cierto que en muchas de las propuestas se preveían las futuras ampliaciones como algo natural en el sistema constructivo (al fin y al cabo, tanto las dimensiones como los servicios que ofrecían las viviendas entregadas eran bastante precarios), algunas de ellas se han demostrado realmente malas para adaptarse a las inevitables modificaciones de los usuarios. Las de Aldo van Eyck, por ejemplo, presentaban una arriesgada propuesta espacial dejando la cocina siempre en medio de todas las circulaciones de la casa, circunstancia que muchos de los inquilinos alteraron en cuanto tuvieron poder económico para ello. Un problema generalizado en los diversos modelos, salvo quizá el de James Stirling entre otros, fue que la ocupación de los patios supuso dejar sin luz natural un buen número de estancias. Esto, unido a la inexistencia de un organismo como la pretendida asesoría ciudadana que proporcionara directrices de diseño para las actuaciones, ha generado un paisaje tremendo en cuanto a provisionalidad y total falta de criterio urbanístico y estético, que es realmente un milagro que haya prosperado, en algunas zonas, hasta convertirse en animado centro peatonal y comercial.

Extraído del libro ¡El tiempo construye! El PREVI Lima

En esta dirección llegamos a la experiencia de Ralph Erskine en Byker, Newcastle-upon-Tyne. Bajo el lema «Byker para la gente de Byker», el gobierno conservador de la ciudad decidió encargar en 1968 al arquitecto inglés (que había desarrollado prácticamente toda su trayectoria en Suecia) el diseño de nuevos alojamientos para la población minera que hasta entonces había vivido en casas en hilera de finales del s. XIX o principios del XX. Erskine era un personaje pintoresco, mitad cuáquero mitad socialista, con un cargamento inagotable de ideas siempre sorprendentes —los que trabajaban en su estudio contaban que muchas veces, abrumados por sus continuas ocurrencias aun estando avanzados los proyectos, aprovechaban para terminarlos mientras él se encontraba fuera—, que creía en el valor de los procesos de participación para mejorar las condiciones de vida de la sociedad.

Erskine en Svappavaara

Escarmentado por anteriores experiencias en la construcción de asentamientos en el Ártico, en que los poderes locales habían recortado o reemplazado a su gusto los materiales y servicios previstos, dejando los proyectos descabezados, Erskine decidió abrir de inmediato una oficina local en Byker, precisamente en una antigua funeraria, para ejercer un control directo sobre la marcha de las obras y tener siempre a mano la opinión del barrio. Lo cierto es que The Architect’s Shop, como llamaron a este edificio con un globo pintado en la fachada al que se practicó una pequeña extensión, acabó por convertirse en poco menos que un centro social al que la gente acudía para planificar su futuro y realizar actividades comunes, hasta un nivel insospechado por los propios arquitectos. Ya fuera de forma voluntaria o imprevista, con el acto de establecerse allí Erskine puso el inmueble en la corta lista de los que se salvaron de la demolición, dándole de forma espontánea un carácter de antigüedad y monumentalidad del que el resto del barrio carecía en un principio; como resultado, aun permaneciendo vacío durante algunos años al irse los arquitectos, en 1987 los vecinos lo habilitaron para servicios de la comunidad. Los resultados de Byker pueden ser más o menos discutibles formal o socialmente, y se han escrito sesudos informes sobre el Modelo Byker, el famoso Muro y el vecindario interior, que sin duda cambió de carácter tras la reforma; pero no debe olvidarse su destacada posición en la línea de proyecto que venimos registrando en este artículo y pretendemos abordar hasta sus epígonos más recientes.

Clásico

Templo Malatestiano, Rimini, Leon Battista Alberti

Bienaventurados los hombres del pasado, que tenían sobre nosotros una gran ventaja: ellos no conocían el peso de la Antigüedad.

Atribuido a DIDEROT

En la primera mitad de los años 80, Peter Eisenman escribió dos artículos capitales para la arquitectura de nuestro tiempo, La futilidad de los objetosEl fin de lo clásico.

Con ambos aventuraba un modo de estructurar el mundo apenas atisbado de lo post-moderno como una metodología con sus propias normas de coherencia interna. Pero por esta misma razón Eisenman evita referirse explícitamente a su arquitectura como post-moderna, porque definirla en relación con un sistema anterior le restaría cualquier validez como investigación. También lo hacía como reacción al trabajo de buena parte de la profesión durante las últimas dos décadas, cuyos principios de actuación no habían ido en muchas ocasiones más allá del juego maniqueísta de asignar a lo moderno el papel del malo y contentarse con ofrecer lo contrario como si sólo por esto fuera automáticamente lo bueno. Así, donde la modernidad había repudiado el ornamento, la posmodernidad lo exhibía con alegría; donde el repertorio formal clásico había demostrado su obsolescencia, ahí se aplicaban para recuperarlo; donde el eclecticismo había sido dejado de lado, ya nos hacemos una idea.

El principal problema de esta visión, no se nos escapará, es que asigna el valor de una arquitectura (o más bien su no-valor) a algo que le es ajena; para los menos ambiciosos, una obra podía ser tanto mejor cuanto más no-moderna fuera. El interés de la postura de Eisenman está en darse cuenta de que este juego es mucho más antiguo de lo que realmente se pensaba. En general era un hecho aceptado entre los que se acogían al nombre del postmodernismo que la modernidad había constituido un hecho histórico innegable e ineludible: una ruptura brutal con el pasado, cuya existencia era imposible soslayar. Pero la profundidad de la brecha no se demostraba tal a los ojos de un análisis en términos de estructura profunda. De hecho, Eisenman trataba de demostrar metódicamente que desde el Renacimiento hasta entonces había existido una continuidad de pensamiento arquitectónico, caracterizada por la creencia nunca puesta en duda de que la arquitectura debe ser un paradigma de lo clásico: lo atemporal, lo significativo y lo verdadero.

Esta tríada ideal, que durante cinco siglos ha venido reconociéndose como el destino último de la arquitectura, no es sino la sombra de tres grandes ficciones: la de que debe representar un significado, la de que debe constituir una verdad dictada por la razón, y la de que debe aspirar a ser la expresión de su propio tiempo. Todas pueden rastrearse en la historia de la arquitectura desde el Renacimiento, apareciendo bajo distintos nombres o conceptos (orden, funcionalismo, abstracción; composición, diseño, cientificismo; historicismo, Zeitgeist). La devastadora conclusión nos la da el propio Eisenman: El resultado de considerar clasicismo y modernismo como parte de una sola continuidad histórica, «lo clásico», supone entender que ya no hay valores evidentes en sí mismos en la representación, la razón o la historia, que confieran legitimidad al objeto. Esto es, el gran simulacro de la arquitectura ha llegado a su fin. Nadie que siga planteando un objeto arquitectónico como funcional, racional o hijo del espíritu de su tiempo puede seguir siendo tomado en serio. El objeto, en nuestra época, está desligado de todo compromiso con el significado, la razón o el tiempo; sólo responde de sí mismo, es algo fútil.

Eisenman se pregunta entonces qué ejemplos puede haber en la historia que se hayan movido en los márgenes de esta marea de cinco siglos, en los que la tónica general ha sido el uso de la composición para generar la idea de orden que se pretendía representar. De este análisis intrahistórico postula la existencia de tres clases de objetos arquitectónicos: precompuestos, en los que no hay un planteamiento ordenador como tal pero sí se trabaja con estructuras formales reconocibles (como la simetría, adición, sustracción, etc.); compuestos, resultado de la superposición aditiva de varios tipos simples; y aquellos que tentativamente llama extracompuestos, que escapan aparentemente a los intentos por reducirlos a modelos clásicos o combinaciones de ellos, mostrando otros valores en su estructura. De estos últimos da dos ejemplos muy sugerentes: la Fábrica Fino de Scamozzi y los apartamentos Giuliani Frigerio de Terragni, en los que se apoya para proponer el importante concepto de decomposición.

La decomposición no es la simple manifestación de lo arbitrario o irracional, ni la conversión de lo simple en complejo; estudia las relaciones del objeto y el proceso y descubre en ellas valores negados por el clasicismo o la modernidad. El análisis decomposicional propone así una prometedora lectura a contrapelo de la historia, en busca de estos ejemplares que escapen a los modelos compositivos de cada época dados por descontado en tantas y tantas realizaciones arquitectónicas. Una objección que podría hacerse es que a priori la distinción entre la Fábrica Fino y el resto de la producción de Scamozzi o sus coetáneos es bastante artificial; cuesta creer que el arquitecto trabajara de un modo radicalmente distinto en este encargo respecto a los resultados basados en sucesiones de espacios a lo largo de ejes explícitamente compositivos como eran los que había producido durante toda su carrera anterior. Pero probablemente el análisis decomposicional no aspira a explicar sus hallazgos como anomalías dentro de un sistema de valores clásicos, sino como resultados parciales de la aplicación de normas propias a los objetos arquitectónicos estudiados en un marco mucho mayor y necesariamente ahistórico.

Esta es la manera en que Eisenman quiere que se interpreten sus primeros trabajos. Nos está diciendo: no estoy interesado en una arquitectura cuyo valor esté en ser la más cargada de significado, la más funcional o la que mejor responde al espíritu de su tiempo, porque no creo que ninguna de esas cosas sea más que una cortina de humo, un velo que cubre las cualidades intrínsecas al objeto arquitectónico y nos impide verlo con claridad y tal como en verdad es. Su investigación, magníficamente registrada en sus once Houses, es el duro camino del asceta que se da cuenta de que la única forma de llegar hasta lo esencial es descubriendo qué no lo es. Por eso destaca tanto el contraste con algunas de sus obras posteriores en las que estos férreos principios han hecho sitio a la aleatoriedad y la gratuidad.

Aunque estos planteamientos teóricos han ejercido una fuerte presión sobre la arquitectura contemporánea, en la que hablar de conceptos como significación, racionalismo o Zeitgeist parece algo anacrónico, hay una parcela a la que el arquitecto parece negarse a renunciar: aspirar a la transcendencia. Como reducto inconsciente de esa arquitectura magnificente que aspiraba a la comunicación, el orden y el progreso y que hoy nos parece tan pretenciosa, muchos nos obstinamos aún por que la arquitectura sea capaz de evocar, de transmitir o hasta de curar males. Quizá porque pensamos con velada nostalgia que es todo lo que nos queda de ese mundo que ya no ha de volver.

Acontecimiento

El discreto encanto de la burguesía

A mitad de la película, Bill Pullman es arrestado por el asesinato de su mujer y puesto en aislamiento en una celda. Por la mañana el vigilante mira a través de la puerta y ¡dentro no está la misma persona! Ahora hay un veinteañero. Los guardias de la prisión no se explican cómo pudieron intercambiarse en una celda cerrada, pero lo cierto es que no tienen ningún motivo para retener al chico. De modo que lo sueltan, y éste vuelve a «su» trabajo en un taller mecánico.

EBERT, Roger ~ Crítica de la película Carretera Perdida, 1997

Algunas obras de Kafka puede entenderse que funcionan bajo una curiosa premisa, la de presentar un acontecimiento inaudito, absurdo o imposible como un hecho. El ejemplo clásico es La Metamorfosis: el señor Samsa amanece un día convertido en un enorme insecto. Punto. No entramos en los pormenores de la cuestión, no sabemos siquiera de qué clase concreta de hexápodo estamos hablando. Simplemente lidiamos con la realidad de su ser insecto: es una historia que huye hacia adelante de un origen traumático que admitimos como axioma.

Un mecanismo similar puede leerse, desde una óptica diversa, en algunas películas de Buñuel. El cineasta español, sin embargo, juega la baza contraria: nos presenta un hecho cotidiano, natural y asumido como algo inaudito, absurdo o imposible. En El ángel exterminador, un grupo de comensales es incapaz de atravesar el umbral de la estancia en la que se han reunido; en El discreto encanto de la burguesía, miembros de la clase acomodada son incapaces de sentarse a la mesa a cenar, siendo interrumpidos por las más variopintas situaciones; y en Ese oscuro objeto del deseo un hombre es incapaz de consumar su obsesión por una muchacha pese a las aparentes facilidades. Por supuesto, en los tres casos la consecución del acto largamente perseguido supone de modo más o menos literal el fin de la película.

Aún podemos aventurar un tercer enfoque en esta clasificación artificial: el de aquellos trabajos en que cierto hecho, ora cotidiano ora inaudito, supone un punto de no retorno en el desarrollo de la historia. No nos estamos refiriendo al tradicional clímax o anticlímax, o a recursos parecidos, sino a momentos en que la historia se vuelve del revés, en que una acción se constituye en el horizonte de sucesos para dejar paso a reglas nuevas, ajenas o asimétricas a aquellas con las que nos hemos estado familiarizando. La película El mago de Oz es uno de los ejemplos más famosos, haciendo uso del color para marcar la cisura entre dos mundos diametralmente opuestos. En otros casos puede ser algo mucho más sencillo lo que desate el nudo de los acontecimientos: en el film de Lynch Mulholland Drive, la apertura de una caja azul pone patas arriba el ritmo y percepción temporal de lo que hasta entonces había sido una historia bastante lineal.

No estamos queriendo decir, ni mucho menos, que esta sea la interpretación general de dichas obras, ya que en ellas, precisamente por su reconocida valía, puede tirarse de otros muchos hilos. Pero sí nos gustaría resaltar de estos ejemplos el valor que el acontecimiento tiene para cualquier trabajo intelectual, ya sea como ineludible punto de partida, como objetivo que mantiene la tensión narrativa o como punto de ruptura de la misma. Por todos estos motivos, reivindicamos su pertinencia en arquitectura y rastreamos la historia en busca de estos momentos singulares de los que extraer consideraciones de interés.

A nuestro juicio, uno de esos puntos de inflexión es la propuesta de James Stirling para el Centro Cívico de Derby en 1970. Hay que convenir con Rafael Moneo en que la obra del arquitecto escocés refleja mejor que casi la de cualquier otro los derroteros de la arquitectura internacional en las décadas en que ejerció la profesión (de 1950 a 1992); y es que podemos advertir en ella las pulsiones de varias épocas y corrientes, desde el fervor inicial por los maestros —especialmente Le Corbusier— pasando por los coqueteos con el brutalismo, el constructivismo, la prefabricación modular, el historicismo y todo tipo de tics posmodernistas y hasta el high-tech. Stirling se había ganado un nombre en la práctica con su espléndido edificio para la Universidad de Leicester, en el que aunaba las enseñanzas de la modernidad asentada con su maestría en el uso de la sección y el vidrio, construido entre 1959 y 1963.

Un vistazo a sus trabajos de los años siguientes deparará interesantes sorpresas, como la residencia para estudiantes de la Universidad de Saint Andrews, en Escocia, o el asilo de ancianos Perrygrove, en Londres, este aún junto a su colega James Gowan. Pero en el proyecto para Derby, ya en 1970, uno simplemente está ante un arquitecto distinto. El hecho diferencial es sobre todo que su bagaje tectónico y espacial ha dejado de ser el centro del discurso per se; ahora serán herramientas bien aprovechadas para contar una historia más amplia, que escapa a la propia arquitectura y que ésta sólo aspira a sugestionar. De pronto, un moderno de libro se permite alusiones a galerías victorianas y retazos literales de pasado, como la enigmática fachada a la que se otorga un papel central en la composición, volcada 45º, a medio camino entre la vertical y la horizontal. No  creemos exagerar un ápice si decimos que en estos dibujos están los entresijos de lo que significa la posmodernidad, en muchas de sus acepciones.

Generalmente se ha venido admitiendo que buena parte de este viraje en la obra de Stirling se debe al paso por su estudio de Léon Krier, quien habría aportado los valores historicistas y narrativos al discurso arquitectónico del escocés. Fuera o no exactamente así, en cualquier caso asistimos a un salto al vacío sin precedentes, sin el cual no es posible entender buena parte de lo que luego veremos durante los años 70 y 80, y cuyo discurrir puede decirse que culmina en la autodestrucción de la arquitectura que hegelianamente se mira sobre sí misma en Stuttgart, y sobre todo en Berlín, para hacerse autoconsciente. Lejos de ser una parodia, el Centro de Estudios Sociológicos de Berlín es el resultado inevitable de los presupuestos posmodernos de autores como Venturi y Eisenman, y por tanto, y a su propio modo, otro horizonte de sucesos para la historia de la arquitectura. Y es que el único paso más allá de plantear un edificio a base de una Basílica, un Teatro romano, un Palazzo renacentista, una Torre ochavada carolingia y un Castillo normando es, efectivamente, hacer un edificio que sea una Basílica, un Teatro romano, un Palazzo renacentista, una Torre ochavada carolingia y un Castillo normando; en cuyo caso los valores de la historia, la razón y la arquitectura se anulan mutuamente y dejan de tener sentido.

Que aquí la arquitectura se ha constituido en narración, tanto de su intrahistoria como de toda una multiplicidad de realidades, se comprenderá fácilmente si nos retrotraemos a los primeros proyectos mencionados; si aquellos hablaban sobre todo de sí mismos, aquí se nos habla de historicismo, de ciudad collage, de pattern, de hipervínculos, de literalidad y de un sinfín de otras historias que serán contadas en otra ocasión.

Complejidad

[En la filosofía universitaria] con frecuencia también se aplica una artimaña cuya invención se puede remitir a los señores Fichte y Schelling. Me refiero a la artimaña pícara de escribir de una manera oscura, esto es, incomprensible, en lo cual la verdadera sutileza estriba en disponer de tal modo su galimatías que el lector crea que es culpa suya si no lo entiende; mientras que el autor sabe muy bien que es por culpa suya, pues no tiene nada que comunicar. […] Alentados por estos ejemplos, casi todo escritorzuelo miserable ha intentado desde entonces escribir con afectada oscuridad, para que parezca como si no hubiese palabras que pudiesen expresar sus elevados o profundos pensamientos.

SCHOPENHAUER, Arthur ~ Parerga y Paralipómena

Decir que la arquitectura es una de las disciplinas más intrincadas y difíciles de ejercer con brillantez es algo que creemos que no descubre nada nuevo; no obstante, nunca está de más ponerlo de manifiesto, sobre todo para aquellos legos en la materia que puedan dejarse llevar por la fatuidad de las arquitecturas que más salen a la palestra en los medios públicos, los variopintos personajes y la parafernalia que las rodean, amén de lo abstruso o gratuito de muchos de los discursos teóricos que las acompañan. Basta pensar en la casa unifamiliar más sencilla: debe poder sostenerse por sí sola, salvaguardar al propietario de la intemperie dándole el máximo confort posible, irrenunciables cualidades estéticas, proveerle de agua corriente, luz, gas, acceso adecuado a la red eléctrica, evacuación de aguas, ventilación y luz natural suficientes, y un largo etcétera; cuestiones todas que el arquitecto ha de tener en cuenta para su concepción y su elaboración hasta el último nivel de detalle. Si además subimos en la escala de trabajo, desarrollando la propuesta de un edificio, obra, intervención, etc. más complejos, se trata de una tarea que excede con mucho las capacidades de una sola persona.

De este modo, tendría todo el sentido asumir que la complejidad es una de las características inherentes a la profesión: complejidad de manejar los tiempos, los espacios, las formas, los materiales, los usos, para alcanzar un todo coherente y que establezca una conexión consciente con las circunstancias de su época y su contexto. La respuesta de los arquitectos frente a esta realidad del proceso arquitectónico, sin embargo, ha oscilado por lo general entre dos términos relativamente opuestos.

Hay épocas en que la tendencia es a operar sobre la base de un sistema al que se otorga el valor de una cierta estabilidad: así, el arquitecto dispone de unas herramientas que se dan por correctas para proporcionar la solución global de cada proyecto, mientras los problemas más localizados, una vez resuelto el esquema general de actuación, pueden ser enfocados de manera más sencilla. El Renacimiento es claramente uno de estos períodos: la asunción de los órdenes clásicos como solución universal de la relación entre arquitectura y usuario crea un marco de actuación en el que, si uno hace un uso adecuado de estas normas cuya validez se tiene fuera de toda duda —debido al principio de autoridad que emana de su utilización en las civilizaciones clásicas—, alcanza a conformar una pieza que satisface directamente lo que la sociedad espera de ellas.

Aunque pueda parecer contradictorio, la obra de los maestros de la arquitectura moderna —Mies Van der Rohe, Le Corbusier, Walter Gropius…— presenta una solución al problema de la complejidad en la línea del artista total renacentista (un hecho puesto de relieve entre otros por Eisenman al evidenciar el clasicismo implícito en la arquitectura de la modernidad): dotando a sus proyectos de una solución holística, generan un sistema que, digámoslo así, hace parecer fácil aquello que es inabarcablemente difícil. El problema de la complejidad se da por descontado: el trabajo encomiable del arquitecto es entonces el de impregnar con una idea global el caos de procesos, imputs proyectuales, sistemas y elementos que se superponen y entran en contradicción entre ellos en toda obra arquitectónica. Esta idea orgánica, sencilla sólo en apariencia, consigue laminar las diferencias antes mencionadas creando así una experiencia asumible para el usuario, que de otro modo se vería abrumado por la vorágine de la vida moderna.

Es sobre este punto que la teoría posmoderna ha basado gran parte de la crítica a su predecesora: a fuerza de enmascarar la complejidad bajo un sistema ajeno a la naturaleza de los procesos de la realidad, aquélla ha podido producir sólo monotonía, tedio, repetición, hastío. Paradójicamente, a causa del inmenso esfuerzo invertido en hacer de lo real algo racional y funcional, lo que ha acabado consiguiéndose es hacer de ello lo común, lo esperado. La arquitectura moderna ha banalizado la complejidad. En palabras de Robert Venturi: menos no es más, menos es aburrido [less is a bore]. ¿Cuál es, entonces, la alternativa? Antes hemos dicho que la historia de la arquitectura, como podría aducirse en todas las artes, oscila entre dos momentos: el primero, cuyo hilo hemos ido siguiendo, viene guiado por una voluntad de oponerse a la complejidad, de buscar la salvación en un modelo cuya validez viene asumida desde fuera, bien otorgada por el pasado (Renacimiento) o por una lógica racionalista-funcionalista (Modernidad).

La alternativa a omitir la complejidad es asumir la complejidad. Aceptar el hecho de que la arquitectura se compone de incontables aspectos entrelazados y contradictorios, y no sólo eso, sino ponerlo de manifiesto: no escoger una única solución correcta, sino proponer dos o más posibles y hacer ver sus conflictos. No blanco o negro: blanco y negro, y a veces gris. Según la visión posmoderna, sólo así puede reflejarse fielmente lo que de otro modo queda sobreseído en favor de una malentendida claridad.

A lo largo de la historia, entonces, este tipo de mentalidad ha surgido siempre que la anterior ha llegado a un punto de agotamiento (y viceversa); cuando la belleza del orden clásico se convirtió en repetitiva, cuando la arquitectura de Bramante se convirtió en lo que se esperaba, fondo en lugar de frente, surgió, imbuida del espíritu de la Contrarreforma —que exigía una nueva arquitectura capaz de entusiasmar y epatar a las masas, única forma de hacerlas volver al redil católico—, la riqueza de la experiencia barroca, la voluptuosidad de las formas, la exuberancia como necesidad. (Aunque el péndulo volvió a oscilar y esta época fue considerada por la posterior puridad neoclásica como una de injustificables excesos).

Entonces, si la arquitectura posmoderna entronca con esta tradición barroca —la cual acepta y a veces incluso referencia, simula o copia conscientemente— y ese espíritu de complejización inherente a ciertas etapas de la historia, ¿por qué ha sido y sigue siendo tan denostada? Las respuestas son múltiples, pero seguramente una de las de más peso es que asumir la complejidad y explicitarla gratuitamente son cosas muy distintas. El posmodernismo ha confundido en muchas ocasiones contradicción con contraposición, yuxtaposición con acoplamiento y simultaneidad con caos. El modo de dar visos de realidad a lo que con buen criterio se defendía en el plano teórico ha variado, sin solución de continuidad, desde lo kitsch hasta la simple falsificación de lo tradicional, cuando no a la abstracción más deprimente. Donde puede contarse con un sustrato teórico amplísimo y una diversidad de temas desarrollados poco comparable en la historia de la arquitectura, puede igualmente decirse que su producción material es, cuanto menos, decepcionante. Quizá la causa sea que, como las casas experimentales de Eisenman o las poesías dibujadas de John Hejduk parecen querernos decir, el plano en el que la posmodernidad se mueve a gusto no es ciertamente uno tridimensional, sino aquel que asume como innegociable la presencia del tiempo.

Apilar

Si se desea enseñar al ojo humano a ver de una forma nueva, es necesario mostrarle los objetos cotidianos y familiares bajo perspectivas y ángulos totalmente inesperados y en situaciones inesperadas; los objetos nuevos deberían ser fotografiados desde diferentes ángulos, para ofrecer una representación completa del objeto.

RÓDCHENKO, Aleksandr ~ Caminos de la fotografía contemporánea

La acción de apilar es a priori fundamentalmente ajena a la cosmología arquitectónica, o mejor dicho, los fundamentos que le dan sentido y orbitan en torno a ella se desplazan en la misma dirección pero en sentido contrario.

Cualquier aproximación que trate de resolver felizmente esta unión de polos opuestos se dará de bruces con una contingencia atemporal de carácter físico y por tanto sólo resoluble a través de la ficción imaginativa o artística, si es que cabe matizar diferencias entre ambas.

Este conflicto original, una lidia de titanes que tiene que ver con la gravedad en particular y en un sentido más amplio con la fuerza con la que se atraen dos objetos de masa cualesquiera, bien pudiera haber surgido en aquel momento en el que la arquitectura fue concebida como tal a través de un amontonamiento de elementos primarios.

Desde aquel instante iniciático en el que se alzó un palo para apoyarlo y cambiarlo de posición, llevándolo de una estable primera a otra también estable pero segunda, pasaron muchas cosas; entre otras, que una cantidad de energía potencial latente fue transmutada en energía potencial visible, de repente el hombre fue hombre y se inventó el concepto de equilibrio.

A esta explosión mágica le sucedieron instantáneamente sucesivas transformaciones de comparable trascendencia: la materia se convirtió en material y viceversa, la naturaleza en territorio y al contrario, y la memoria en historia.

Cuando apilamos algo lo hacemos como fase de un proceso más amplio, generalmente como preámbulo de otra acción posterior de transformación o como mecanismo mental de síntesis organizativa. Es una acción que se asocia culturalmente a un estado intermedio: amontonamos pilas de cajas, libros, palés o latas para su posterior transporte o almacenaje.

Apilar indefinidamente es, por tanto, un mecanismo artificial que posee en su esencia una intensa componente de interrupción temporal y espacial, como un alto en el camino. Los elementos apilados poseen un aura a medias, como si de repente hubiéramos cortado infraganti su discurrir vital, omitiendo su principio y su final.

Sin embargo apilar es al mismo tiempo una travesura natural. Tiene que ver con las reglas del comienzo y por ello con lo genético y lo instintivo. La acción de apilar posee una condición de exploración y aprendizaje. Cuando apilamos cosas analizamos cómo se relacionan entre ellas, las ponemos a prueba, las pervertimos y exploramos qué características nuevas se generan al potenciar su consonancia y superposición.

Existen arquitecturas que se divierten poniendo en crisis estas dicotomías y explorando sus  estados límite, construcciones explícitas que son capaces de provocar reacciones de complicidad por su apariencia inestables o por apelar a alguna reminiscencia primitiva semejante.

En ocasiones, se dan casos contrarios. No necesariamente son modelos radicalmente distintos, sino más bien se tratan de acercamientos con una actitud diferente, escrutinios, por así decirlo, realizados a través de lentes difusas en observaciones desprejuiciadas.

Nos topamos, en este otro lado de la moneda, con aquel vector contrario a nuestro discurrir que ahora apunta al pasado. En estos casos, como decíamos, se dan procesos de apilado que de tan intensos se nos presentan como manifiestos desnudos. Ejercicios que concentran su energía en borrar nuestras convenciones como seres humanos y depositan su confianza en la posibilidad de que seamos capaces de volver a interactuar con los espacios y las circunstancias como lo haría por primera vez un niño sin impronta.

Investigar en arquitectura consiste, entre otras cosas, en acelerar procesos, inducir acontecimientos y sacar conclusiones. Al apilar se generan situaciones imprevisibles, cuya casuística se nos antoja infinita. En efecto, la mayoría de los casos serían censurables por incómodos, ilegales, inútiles, apresurados o inmediatos si obviáramos  esa precisa intención consistente en hacer de la experiencia espacial algo esencial.