Este texto compone, junto a los dos que aparecerán publicados en los próximos días, un tríptico de digresiones que podría reunirse bajo el epígrafe Impresiones sobre Los hermanos Karamázov: tres cuestiones críticas. Consideramos que este ejercicio de disección literaria puede constituir un proyecto en sí mismo y como tal tener cabida en esta ventana personal al mundo.
Se advierte que los tres textos desvelan numerosos aspectos de la trama de las novelas Los hermanos Karamázov, de Fiódor Dostoievski, y Ana Karénina, de Liov Tolstói. Por ello se recomienda encarecidamente la lectura de dichas obras antes de acometer la de estas notas.
Los hermanos Karamázov se divide en cuatro Partes, cada una conteniendo tres Libros (y la última, además, un Epílogo), que a su vez se dividen en una serie de capítulos, a cada uno de los cuales el autor asigna un nombre en muchas ocasiones pintoresco. A esta estructura es a la que se hace referencia en adelante.
Las ediciones utilizadas en las citas son: para Los hermanos Karamázov, la traducción de José Laín Entralgo, ed. Juan Cano Ballesta, en Debolsillo Clásica, 2000 (cuarta edición, abril de 2013); para Ana Karénina, la traducción de Juan López-Morillas, Alianza, Madrid, 2013 (segunda edición, noviembre de 2013); y para el Curso de literatura rusa de Vladímir Nabokov, la traducción de María Luisa Balseiro, Zeta Bolsillo, Barcelona, 2009.
El suspense
En su Curso de literatura rusa, Nabokov, que despacha Los hermanos Karamázov en ocho páginas mientras que dedica a continuación ciento sesenta a Ana Karénina, explica la estructura de la obra de Dostoievski como «típica historia detectivesca». Si yo tuviera que describir las impresiones que tuve al leer el libro, no podría estar más en desacuerdo. En general, el personaje del narrador se comporta sin ningún prejuicio como alguien que conoce el final de la historia de antemano; y de hecho no le duelen prendas anunciar lo que va a pasar a continuación, como si así el autor se sintiera más libre de recrearse en los detalles, la psicología de los personajes y la partida de ajedrez que es la trama. Ya la tremenda frase con que arranca el libro desvela, propiamente antes de presentarlo siquiera, la muerte de un personaje principal (p. 17):
Alexéi Fiódorovich Karamázov era el tercer hijo de Fiódor Pávlovich Karamázov, un terrateniente de nuestro distrito tan conocido en tiempos (y hasta ahora se le recuerda) por su trágico y oscuro fin, que sucedió hace treinta años justos y del que hablaré llegado el momento.
Se podría interpretar, en ese sentido detectivesco, que una revelación como esta más bien aumenta la tensión de la obra; pero yo la entiendo en consonancia con otros casos claros de eliminación del suspense que aparecen más adelante. Estos abundan por ejemplo al llegar a la descripción de los pormenores del proceso judicial, durante el cual se nos repite desde el principio por activa y por pasiva que Dmitri Karamázov, Mitia, será hallado culpable (p. 944):
Acaso no hubo uno que no comprendiese desde los primeros pasos que se trataba de algo indiscutible, que no había lugar a duda, que, en esencia, no hacía falta debate alguno, que los debates se mantendrían sólo para guardar la forma, que el procesado era culpable, su culpa era clara y definitiva.
De manera incluso más patente el narrador anticipa al lector, con total naturalidad, el momento en que se decantará la balanza en contra del acusado (p. 971): «Me acerco a la súbita catástrofe que probablemente, en efecto, hundió a Mitia». Por ello resulta tanto más interesante que, a pesar de todo, la historia se conduzca como si estas aclaraciones no tuvieran lugar; como si Dostoievski se debatiera consigo mismo y quisiera mantener la tensión hasta el último momento, esforzándose por que el juicio se resuelva con un gran clímax cuyo resultado, sin embargo, conocíamos desde siempre.
Alguien podría aducir que el libro no es, en definitiva, sino un whodunit que se resuelve cuando hallamos quién fue el autor material del crimen. Esto no se desvela, efectivamente, hasta la tercera visita de Iván Karamázov al criado Smerdiákov (p. 887), la cual compone junto a las dos anteriores un crescendo magistral hacia la revelación final. Pero esta lectura, que produce elucubraciones tan delirantes como que Alexéi Karamázov, Aliosha, podría haber sido el asesino (así considera, no sabemos si irónicamente, Nabokov), tiene para mí dos grandes problemas: primero, desestima las doscientas y pico páginas restantes como mero apéndice, cuando en ellas Dostoievski pone toda la carne en el asador, con algunos de los pasajes más memorables; y segundo, concede nula importancia a todas las subtramas que no reman a favor de la detectivesca, como la historia del padre Zósima o Los chicos, las cuales el autor considera capitales y por ello se toma la molestia de desarrollarlas e hilarlas indisolublemente con el conjunto, como veremos más adelante.
Probablemente lo que ha justificado la interpretación de Los hermanos Karamázov como relato de suspense es la famosa elipsis deliberada por parte del narrador de qué ocurrió en la ventana de Fiódor Pávlovich la noche de su muerte, así como detalles que buscan confundir al lector (la mujer que grita que Mitia «¡quiere matar a alguien!» cuando éste va en busca de su padre, o Mitia refiriéndose al sirviente Grigori, a quien sí ha atacado, como «el viejo», misma palabra con que el narrador llama al padre). Es innegable que Dostoievski se permite estos juegos para añadir intensidad al relato, pero se trata de eso, un juego, como el del narrador que oculta el nombre de la ciudad hasta pasadas cuatro quintas partes del libro; un juego que distrae nuestra atención mientras capas importantes de la historia se desenvuelven en el subsuelo.
Por otra parte, la muerte off camera de Fiódor Pávlovich, que supone un salto en la hasta entonces ininterrumpida línea del discurso, se da transcurrida prácticamente la mitad exacta de la obra (p. 566 de 1103); con lo que se convierte en la cisura del texto, la línea divisoria en que la historia se refleja como un espejo. A esta estructura especular se superpone la estructura temporal del relato, que salvo en el Libro Primero, meramente introductorio (pp. 15-53), ha venido siguiendo las andanzas de Aliosha a lo largo de tres largos días (coincidentes con las partes Primera, Segunda y Tercera). Pero a mediados del tercer día, en el comienzo del Libro Octavo, Mitia (p. 526), cambiaremos a la perspectiva de este hermano, a quien seguiremos hasta altas horas de la madrugada, cuando se produce su detención al final del Libro Noveno (p. 729). A partir de aquí el transcurso del tiempo, que hasta ahora se ha ido esponjando para que cada día ocupe el espacio de varios centenares de páginas, se verá abruptamente detenido para retomar la historia unos dos meses después, por lo demás con una trama inesperada y sin relación aparente con el gran shock que ha sido la muerte de Fiódor Pávlovich.
Como se ve, la estructura especular y la temporal no se corresponden exactamente, como no ocurre con ninguna de las capas en que se estudie el desarrollo de esta obra tan hermosamente compleja; sino que la acción temporal continúa, desfasada, unas horas críticas más (un Libro entero, se entiende) con respecto al punto de no retorno. Este acontecimiento, esta ruptura largamente anunciada es absolutamente necesaria para hacer avanzar la historia, que a partir de ahora se teñirá con los ecos del parricidio. Se trata, por tanto, más de un mecanismo narrativo que de la presentación de un misterio al uso.
Después de este partir por la mitad el mundo que veníamos construyendo hasta ahora, el transcurso del tiempo no será ni mucho menos tan claro. Cada uno de los tres Libros restantes, dejando aparte el Epílogo, se planteará desde una perspectiva cronológica distinta: el Décimo apenas si nos da un marco temporal, su atmósfera es etérea y ensimismada; el Undécimo se mueve adelante y atrás en el tiempo para revelar aspectos clave de la trama; y el Duodécimo, por el contrario, es reminiscente de la rígida estructura de la primera mitad, situándose en un marco fijo, el juicio, dentro del cual avanza in crescendo hacia el inevitable final.