Atavismo

Pérgolas en Avenida Icaria. Enric Miralles y Carme Pinós

Herencia de uno o varios caracteres ancestrales que aparecen al cabo de varias generaciones sin que se hayan manifestado en los parientes más próximos del árbol genealógico; se trata de caracteres que se comportan como si hubiesen estado en estado de latencia.

LOMBROSO, Cesare ~ Diccionario Médico

Que las ciencias técnicas están ligadas radicalmente —de raíz— a fines fundamentalmente humanitarios, o que así debiera ser en último término, es más que una sospecha personal. Así pudo pensarlo Narcís Monturiol que, motivado por las tremendas dificultades de los pescadores de coral se sumergió durante años —espero legitimen el juego de palabras— en la ardua tarea de demostrar, mediante la construcción del Ictíneo, que era posible navegar por debajo del agua.

No obstante es otro tipo de viaje el que nos interesa, que aunque inconmensurable, nos consta será de mayor duración, recorrido y profundidad si cabe, protagonizado en parte, eso sí, por el mismo personaje.

Allá por principios del XIX, cuando las doctrinas socialistas utópicas empezaron a extenderse entre las clases trabajadoras y precisamente con el fin de divulgar y sentar cátedra del movimiento cabetista, Monturiol tradujo Voyage en Icarie. De esta manera y pocos años más tarde, apoyado por el semanario La Fraternitat, se fundó una comunidad higienista llamada Icària en 1846 en Sant Martí de Provençals, municipio que forma parte de Barcelona desde final del XIX y que conforma el actual barrio del Poblenou.

De alguna manera, a pesar de perder la condición última que condenaba a la ciudad ideal imaginada por Cabet como elemento geográfico —la de estar rodeada de agua—, acabó materializándose como esta, no sólo por darse verdaderamente los principios comunitarios de fraternidad y justicia social propugnados sino porque constituyó un elemento autosuficiente en sí mismo y acabó, en esencia, siendo isla. Pero el sueño no duró mucho, dos generaciones después y disuelta entre conflictos internos, la utopía acabó fracasando cuando los icarianos de todo el mundo intentaron realizar la gesta de nuevo, esta vez en Estados Unidos.

Las pérgolas de la Avenida Icaria que los arquitectos Enric Miralles y Carme Pinós proyectan en 1992 y que aparecen en la fotografía que abre esta entrada forma parte del proyecto de renovación urbanística de la Vila Olímpica cuya ocupación anterior era fundamentalmente fabril y ferroviaria. Los objetivos principales fueron construir viviendas para los atletas y potenciar la interacción entre la ciudad y el mar mediante operaciones de cosido como la que se trae a colación.

Por lo general la toponimia constituye un capítulo precioso de la psicología social pero en el caso que nos toca se convierte además en hilo conductor al tiempo que en catalizador, ya que en justa memoria de los icarienses catalanes el Plan Cerdà previó rebautizar el Camí del Cementiri por Avinguda d’Icària, nombre que aún conserva en la actualidad y que, no obstante, el régimen franquista, consciente de todas las connotaciones del mismo, decidiendo enriquecer la historia de esta avenida renombró temporalmente como Avenida del Capitán López Varela.

El proyecto es una caja de resonancia que intenta dar solución a un problema cuyas condiciones de contorno aumentan conforme se indaga en el asunto. El hecho de que el subsuelo estuviera ocupado por un inmenso colector, impidió que se plantaran árboles en la avenida y que, en parte, los distintos elementos que conforman las pérgolas de acero y madera desde su concepción primera hayan absorbido, y así se nos muestra, una manera de relacionarse propia de la vegetación; es posible que convenga saber que la primera propuesta rechazada, quizás por ser más muscular si cabe, evocaba de manera más literal esta idea de hibridación entre lo natural y lo artificial.

No obstante no es esto lo que más nos interesa, ni si quiera que su forma nos devuelva el eco del trazado ferroviario preexistente que arrancado del pasado se alza para reescribir su función, sino la corroboración de algo mucho más personal que se fundamenta en la sospecha vital de que la profesión de arquitecto sería impensable sin la componente temporal que la vertebra o de su capacidad para zurcir —mediante relaciones— presente y futuro, incluso realidad y ficción.

En nuestro caso la figura del sol, ese gran dictador que narra la aventura diaria de la naturaleza en su ciclo de vida como a veces se refirió Le Corbusier, ejerce el papel de puente entre el mundo real y el mitológico. Es muy improbable que el conocido pasaje de Ícaro, hijo de Dédalo, no influyera en ninguna de las decisiones del diseño de las pérgolas, elementos que paradójicamente y por definición se oponen al sol, por ser sombras, y cuyo desarrollo en planta y sección es tan rico como confuso, propiciando la identificación —tan remotamente indirecta como flagrantemente obvia— entre su forma y un brusco batir de alas, bien uno primero y soñador para remontar el vuelo, bien otro último y desesperado por huir de la muerte.

A pesar de tener por seguro que Miralles y Pinós tuvieran presente una historia similar a la narrada hasta ahora asusta cuestionarse si acaso esto es importante o no. Y, en caso afirmativo, asusta consecuentemente tener que asumir la condición de ser capaz, en un homotético y futuro caso, de poder estar atentos a tan sutiles pistas del imaginario que conforma la historia de la humanidad.

Quizás podamos tranquilizarnos si pensamos que la metáfora en la arquitectura siempre es un lastre o que la belleza intrínseca en el ejercicio de encontrar analogías se hace más intensa cuanto menos deliberado sea aquel. De un modo u otro volar demasiado alto o demasiado bajo ha sido siempre peligroso, aunque existe la posibilidad, como hemos anticipado al principio, de abordar —palabra irónicamente naval— los problemas de otra manera: quizás la más heroica al tiempo que canalla, por debajo del agua y sin que nadie nos vea.

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