Has pasado delante de un niño, has pronunciado delante de él palabras coléricas y reprobables, has pasado con el alma airada; acaso tú no lo has advertido, pero el niño te ha visto, y tu imagen odiosa e impía ha podido quedarse en su corazón indefenso. Acaso no lo supieras, pero con ello sembraste en él una semilla que puede crecer […]
DOSTOIEVSKI, Fiódor M. ~ Los hermanos Karamázov
Neliúbov, Loveless, Sin amor, es el quinto largometraje del cineasta ruso Andréi Zviáguintsev, galardonado con el premio del Jurado en el pasado Festival de Cannes. Inserto en el mismo universo de desarraigo moral y personal de su anterior obra, Leviatán, narra la historia del joven Aliosha, de doce años, fruto de un matrimonio ya roto cuando da comienzo la acción.
Durante buena parte de su desarrollo, la película sigue a los padres de Aliosha en sus intentos por rehacer sus vidas. Ambas historias conforman un montaje en paralelo, estructurado en base a simetrías y antisimetrías —ella con un hombre mayor que tiene una hija adulta, él con una mujer más joven a la que deja embarazada; ella con un papel activo en su vida laboral, él un elemento intercambiable en la cadena de montaje de una gran empresa—; todo hasta que sobreviene, casi de manera imperceptible, el hecho decisivo que altera sus vidas y el propio decurso del filme hasta ese momento.
Zviáguintsev no escatima en crudeza a la hora de mostrar el desamparo que rodea la vida de Zhenia y Borís, los padres, abandonados el uno al otro, pero antes que nada por sus propios progenitores —los de él, fallecidos; la madre de ella, con una relación distante y difícil—, y finalmente por el Estado ruso. Vemos la ruin artificialidad de la sociedad rusa contemporánea en su exhibicionismo continuo en redes sociales, los cuentos chinos en televisión, los rebrotes de una religiosidad falsa y anacrónica, el abandono de las responsabilidades del Estado social en manos de particulares y de un capitalismo salvaje; pero la gran virtud de la caracterización es que, a diferencia de lo que ocurre en muchas otras ocasiones, aquí no se trata de meros vehículos para la transmisión de este mensaje al espectador, sino que estas vilezas son orgánicas al personaje. No puede entenderse a Zhenia sin su necesidad de compartir su apariencia de felicidad con un público que nunca aparece, ni a Borís sin que su mayor preocupación por su divorcio sea qué va a pensar de él su jefe, un fanático ortodoxo. Todos se hallan inmersos en un mundo nocivo y autodestructivo que corroe sus relaciones interpersonales, con sus familiares y parejas, y a cuya eterna repetición los espectadores somos convocados como testigos y jueces.
La visita a la madre de Zhenia es la que nos muestra con horror esa estructura cíclica del desamor —parafraseando a Tolstói, «la martirizaba como sólo podía hacerlo alguien que la amase profundamente»—. Toda la tensión acumulada a lo largo del metraje, en aumento a partir de entonces, acaba por estallar cerca del final en una escena perfecta y desgarradora, tan abierta a la interpretación como absolutamente cerrada y definitiva. Las secuencias posteriores, de nuevo simétricas, y que por tanto vuelven a la estructura dúplice inicial, muestran sin reparo cuán poco es el peso del propio Aliosha en la historia —el homenaje más sutil de todos los que contiene a la gran obra de Dostoievski—, y a la vez cómo es el elemento necesario para que ésta pueda repetirse una y otra vez.
Este viaje nos muestra Rusia como el espejo en el que nuestros defectos se hallan deformados por la óptica hasta ocupar todo el cuadro: la indiferencia, la banalidad, el desasosiego y el abandono; y pese a todo ello, una obstinación en proteger ese mundo a toda costa, como si fuera el único que nos ha sido dado vivir. Una historia sin final ni feliz para la época de los héroes y los mensajes reconfortantes.