Hipervínculo

La sala de telégrafos en el Mundaneum. Mons, Bélgica

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza.

BORGES, Jorge Luis ~ La biblioteca de Babel 

Paul Otlet fue un persona excepcional que cambió el mundo.

Nacido en 1868 en Bruselas se graduó como abogado con veintidós años y cinco más tarde fundó junto a su amigo y premio Nobel de la paz, Henri La Fontaine, el  Instituto Nacional de Bibliografía.

El belga instituyó también la Unión de Asociaciones Internacionales, convencido de que las naciones debían cooperar entre ellas porque sus intereses mutuos a largo plazo serían más valiosos que los individuales a corto plazo, una obviedad que por flagrante a muchos debió parecerle, y hoy día aún consideran, tan peligrosa como inverosímil. Además Otlet participó activamente en el Movimiento Pacifista que llegó a liderar para crear la Liga de las Naciones y de la que acabó desprendiéndose posteriormente la Organización para la Cooperación Intelectual, precursora de la Unesco, y de la que también formaron parte Salvador de Madariaga, Béla Bartók, Henri Bergson, Marie Curie, Thomas Mann, Paul Valéry o Albert Einstein entre otros.

Otlet tuvo una obsesión imposible que le ocupó durante toda su vida: almacenar, organizar y poner al alcance de todos la información producida por el hombre desde el principio de los tiempos. Para ello desarrolló el Sistema Internacional de Búsqueda que ya en 1912 recibió mil quinientas consultas de diversa temática, por correo o telégrafo, que por 27 francos y en pocas semanas, recibían una lista con referencias bibliográficas como respuesta.

La vasta colección de libros, revistas, artículos, fotografías y carteles que garantizaban el funcionamiento de la idea empezó a tomar forma bajo el nombre de Repertorio Bibliográfico Mundial, nueve años después de ser concebida, en 1919 cuando el rey Alberto I cedió para su almacenaje ciento cincuenta habitaciones del Palacio del Cincuentenario de Bruselas.

Años más tarde, arrastrado por la triste corriente que históricamente ha corrido con más energía —la de los intereses económicos— la colección acabó varada en su actual paradero, una pequeña calle de Mons. Este triste y largo periplo, que le haría viajar a la deriva por múltiples locales y garajes de poca monta, hizo que, en un fallido golpe de timón por evitar el naufragio, el proyecto fuera rebautizado.

Como no podía ser de otra manera, en una historia más de sueños y proyectos en el tiempo, se esperaba en la sospecha la inevitable salida a escena de Le Corbusier, al que en 1929 Otlet encargó, efectivamente, la complejísima tarea de dar forma a la historia que narramos: el museo mundial del conocimiento se construiría y pasaría a conocerse como Mundaneum.

Esta biblioteca de bibliotecas era mucho más que un proyecto para dar cobijo a las doce millones de tarjetas de cartón de 3×5 cm, sistema a modo de hardware desarrollado para dar soporte físico al índice de índices; era también mucho más que un proyecto para albergar los documentos acumulados referenciados a aquellas tarjetas. Esta infinita colección cultural debió formar parte de un todo más complicado: la construcción de una esperanza y el proyecto de unos ideales intelectuales, que suscribían la premisa moderna y positivista de que la ciencia cambiaría al mundo, y que aspiraba por tanto a convertirse en un nuevo complejo urbano cuyo centro neurálgico sí estaría formado por el Mundaneum, pieza fundamental de la idea, pero cuyo programa salía de la biblioteca-museo para dilatarse y extenderse hacia una universidad y residencia de estudiantes, así cómo se acababa al resto de la ciudad.

La dicotómica empresa de almacenar semejante recopilación, por ser al tiempo excesiva e insuficiente, no tardó en desbordar tanto los cálculos como las intenciones del arquitecto y del bibliógrafo. A causa de esta imposibilidad física y económica el proyecto de Le Corbusier no llegó nunca a construirse y Otlet continuó soñando, y soñó con internet:

Aquí las páginas de las obras ya no están en ningún libro. En su lugar la pantalla y el teléfono tendrán más valor. En una oficina de peticiones estarán todos los libros y toda la información sobre ellos. Las preguntas se harán por teléfono, y en la oficina se leerán las páginas necesarias para responderlas.

Estas sentencias están extraídas del Tratado de Comunicación, escrito por Otlet en 1934 y que, paradójicamente, ha resultado perder en la traducción de su título más de lo que a prioiri podemos intuir si leemos el original (Traité De Documentation. Le livre sur le livre. Théorie et pratique). Esperamos se nos permita incidir en esta curiosidad, ya que entendemos que es ese juego de palabras —libro de libros— el que sintetiza de manera casi circular la que quizás fue la más importante y paradigmática idea del pensamiento otletiano: una metalingüística invitación a cambiar la manera en la que miramos, vemos y comprendemos el mundo; un giro que quiso desplazar precursoramente las lecturas, de las páginas al lomo.

Así pues, haciendo hincapié en el elemento de unión y en la función organizativa y clasificadora de éste, fue cómo Otlet inventó el hipervínculo. Un concepto esencialmente arquitectónico del que Le Corbusier se apropió  inteligentemente para utilizarlo como hilo conductor de su proyecto para el Mundaneum y con el que queremos acabar parafraseando a Carlos Tapia, que suele insistir en que la arquitectura no es fin, sino medio, y que las generaciones de arquitectos han de tener esa formación en sintomatología y acción, para poder formar parte del tiempo en que viven, tanto para hacerlo visible, cuestión nada sencilla, como para poder curvarlo, en la medida que toda generación, independientemente de su profesión, sueña con ser lo que pliega y dirime su época.

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